Opinión
La escondida senda
Un jardín del silencio: todos los barrios deberían tener un sitio así
En la calle Encarnació del barcelonés barrio de Gràcia puede el paseante hacer una pausa en un recoleto rincón, cuidado por voluntarios y abierto a la participación de todo el vecindario, que se anuncia con el hermoso nombre de Jardí del Silenci. Un jardín del silencio: todos los barrios deberían tener un sitio así, recogido, silencioso y verde que sirviera para paliar el ruido y la prisa, atributos los dos que parecen ya consustanciales a la vida urbana y, por extensión, a la condición humana en general de este tiempo nuestro oscuro y revuelto.
Qué mejor antídoto que el sosiego y el silencio contra el vocerío que no cesa (el de la política, por ejemplo, casi siempre discordante porque nace de la discordia y persigue la desavenencia en vez del acuerdo), y el apresuramiento a que parecemos obligados si queremos cumplir con nuestras obligaciones, y el afán apremiante por estar continuamente haciendo alguna cosa.
«He descubierto –escribió el filósofo Pascal– que toda la desgracia de los hombres viene de una sola cosa: el no saber quedarse tranquilos en una habitación». Sea esto verdad o no, las semillas y las cosechas germinan en silencio, y en silencio –el silencio y la soledad de los escritorios, las bibliotecas y el estudio– se desarrollan los frutos del saber, y en silencio descansa la naturaleza en invierno para gestar las cosechas. (El invierno, que este año aún no lo hemos conocido, y cuánto lo echamos de menos, por la sequía, y porque el campo lo necesita para fructificar luego en primavera; y el son de la lluvia, que a este paso nos va a resultar desconocido cuando llegue, y no digamos el silencio de la nieve, que en Barcelona va ya para quince años que no se siente: ¿desaparecerá el invierno con el cambio climático?)
El silencio y el sosiego predisponen a la intimidad y la discreción frente al exhibicionismo y el afán de éxito o de figurar, que son el campo abonado para que imperen la palabrería y la agitación, y que el arrogante prevalezca sobre el humilde, el que más grita sobre el que sabe callar, el oportunista sobre el que duda y es prudente, y que el espabilado y ambicioso se aproveche y medre a costa de los demás. De modo que el que no adopta esas pautas tiene todas las de ser un perdedor, porque se premia la fachada antes que el mérito, la osadía más que el esfuerzo.
De estas cosas sabía mucho Fray Luis de León, que escribió estos versos: «¡Qué descansada vida / la del que huye el mundanal ruido, / y sigue la escondida / senda, por donde han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido!»
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