Opinión

¡Yo quiero aprender!

Ojalá, pensé, le duren mucho tiempo esas ganas de aprender, y envidié a sus maestros

La lectura ayuda al cerebro a mantenerse sano
La lectura ayuda al cerebro a mantenerse sanoDavid JarLa Razon

Ocurrió el otro día por la tarde. Salía de la biblioteca y apenas había andado unos metros cuando lo oí:

–¡Yo quiero aprender! ¡Aprender mucho!

Me volví al instante. Era una niña, que acababa de pasar a mi lado, la que había pronunciado esas palabras. Tendría no más de siete años y sonreía abiertamente. Caminaba cogida del brazo de su madre y, en espera acaso de lo que esta le pudiera contestar, o para reclamar su atención, se había puesto de puntillas, y así continuó hasta que llegaron a la puerta. La madre, se conoce que acostumbrada a lo mejor a los impulsos y al carácter espontáneo de la hija, apenas desvió la mirada ni hizo el menor gesto. Tampoco la que presumiblemente era su hermana, algo mayor, y que las seguía un poco rezagada, pareció darle ninguna importancia.

Las vi cruzar la cristalera de la puerta y me quedé observándolas hasta que desparecieron por el fondo de la biblioteca.

Ojalá, pensé, le duren mucho tiempo esas ganas de aprender, y envidié a sus maestros.

Pero tendría que haber vuelto y haberle dicho algo a la niña, cualquier cosa que sirviera para animarla: que no cambiara nunca de parecer, que siguiera adelante, que se mantuviera firme en su intención, que sí, que tenía razón, que es bueno aprender, que nada le iba a ser de más provecho, que leyera todos los libros que pudiera, que leyendo y aprendiendo no se aburriría nunca, que de mayor lo agradecería, y que qué mejor manera de pasar el tiempo y ensanchar y enriquecer la vida...

No sé y no sabré nunca nada de ella, es lo más probable, y seguramente tampoco la volveré a ver, pero guardo sus palabras, y el tono tan convencido con que las pronunció, y su gesto decidido, y la expresión alegre y confiada de su cara, y todo lo que había de noble, ingenuo y hermoso en su aspiración como si hubiera asistido a un pequeño milagro.

Del cual he querido dejar constancia hoy aquí porque me ha servido además para no tener que hablar del tema que tenía medio preparado ya para este artículo. Tres años después, así pensaba titularlo, en recuerdo del mes de marzo de 2020, cuando la pandemia oscureció el mundo, y llegó la primavera (que, para compensar tal vez por lo que se nos vino encima, fue excepcionalmente verde y frondosa) y no salió nadie a recibirla porque estábamos confinados, en cuarentena, una palabra que nos transportó de golpe a los tiempos antiguos de pestes y calamidades, y a la que vinieron a sumarse luego algunas más que conformaron durante largos meses nuestro vocabulario, ¿las recuerdan?: curva de contagios, que si se estaba aplanando era buena señal; franjas horarias, que marcaban las horas en que podíamos salir a la calle, según la fase de la desescalada en que nos halláramos; distancia social, para las colas en los establecimientos; gel hidroalcohólico, test rápido y PCR, para prevenir y comprobar; confinamiento perimetral, que acotaba el territorio por el que podíamos movernos; nueva normalidad, que es en la que ahora estamos…