Astronomía
El universo de Tolkien se rinde a la ciencia
La Tierra Media no era tan fantasiosa como podemos pensar y esta es su ciencia
Ahora que la serie de Los anillos del poder está causando furor, muchos han descubierto que hubo una Tierra Media mucho antes de los eventos que se cuentan en el Hobbit y El señor de los anillos. Edades enteras que nunca fueron, pero que parecen reales gracias a la tinta del maestro John Ronald Reuel Tokien. Su obra fue muchísimo más allá del puñado de clichés que ha permeado en la cultura pop. No hay más que recordar que Tolkien fue un brillante filólogo y que desarrolló algo más que bosquejos de hasta 15 lenguas de fantasía. Cada una con su vocabulario y su gramática, sus caprichos y sus reglas. Estableció relaciones entre ellas, fingió su evolución y se apoyó en ellas para desarrollar su mundo. De la mente de Tolkien brotaron las genealogías de hombres, elfos y enanos durante decenas de miles de años. Canciones, poemas, mitos y batallas que a veces se presentan como retazos inconexos que nosotros mismos tenemos que recomponer. Pero, ¿qué hay de la ciencia?
¿Hay espacio para la ciencia en el mundo de Tolkien? Sabemos que, el profesor, se caracterizó por una actitud tecnófobia, pero su obra es mucho más compleja que cualquier cosa que podamos deducir a partir de ese dato. En sus textos habla de “ciencia” con el sentido de “conocimiento” o “saberes”, pero hay más. A poco que investiguemos encontraremos que la astronomía cumple un papel importante en los libros, e incluso la biología preocupó a Tolkien en algún que otro momento de su proceso creativo. Porque hay algo que obsesionaba al maestro por encima de cualquier otra cosa, y eso era la coherencia. Ese mundo inventado al que tantos años había dedicado no podía derrumbarse bajo su propio peso, tenía que ser consistente consigo mismo y eso le empujó a escribir y reescribir pasajes para que todo encajara a la perfección. En ello hay una suerte de ciencia, si la entendemos como el estudio de las regularidades que encontramos en la naturaleza. No es una buena definición, pero nos da un primer punto de apoyo sobre el que trabajar. Un fulcro que, en un par de líneas, lo cambiará todo.
Todo este tiempo…
Ahora bien, si todo es coherente, podemos asumir que existirán ciertas ideas básicas e incuestionables a partir de las que Tolkien desarrolló su obra, pero eso no significa que esos axiomas tuvieran que regirse por principios científicos que nutrieran de más ciencia a toda su obra. Por suerte, hay un detalle que lo simplifica todo muchísimo. No mucha gente lo sabe, pero, aunque nos cueste creerlo: el universo de Tolkien es nuestro universo. La Tierra Media, en esta ficción, no es otra cosa que un continente del pasado de nuestro planeta, aquel que acabaría dando lugar a la Europa que conocemos ahora. No son especulaciones, sino la palabra del propio Tolkien, que, a falta de una vez, lo explicitó varias, desde el prólogo del Señor de los anillos hasta alguna de sus cartas. Si Frodo y Sam partieron de la comarca al final de la Tercera edad del Sol, nosotros vivimos en la cuarta que, a juzgar por la duración menguante de las edades, debería estar llegando a su fin.
De hecho, las fases de la luna marcan el avance del viaje de Frodo, coincidiendo con nuestros calendarios. Es más, durante los miles de páginas escritas por Tolkien se describen algunas constelaciones y casi todas han sido identificadas, desde Orión (Menelmacar) hasta Casiopea (Wilwarino). Incluso Venus se ha relacionado con la estrella de Ëarendil, tan importante en esta ficción. Sin saberlo, todo este tiempo habíamos estado contemplando un pasado ficticio de nuestro propio presente. Y esa es la clave, porque si partimos de ese axioma, si asumimos que el mundo de Tolkien acabará siendo como el nuestro, entonces la coherencia exige que el autor tenga que restringir su proceso creativo para ajustarse a lo que vemos. Quien haya leído el Silmarillion puede estar algo confuso, porque en él se habla de la creación del universo en tono teológico, con seres divinos que configuran el mundo con sus canciones. ¿Cómo podemos decir que Tolkien buscaba coherencia científica y que, a su vez, se permitía estos misticismos? Sin duda, la historia de Arda, que así llaman al planeta Tierra, dista de lo que la biología, la geología y la astrofísica nos cuentan. Si fuera idéntica la obra de Tolkien habría perdido todo su sentido. Lo que él buscaba no era una fidelidad absoluta, sino que se presentara como plausible. Que sus rocambolescos hechos no se parecieran incompatibles con lo que ahora podemos observar. Dicho de otro modo: Tolkien buscaba salvar los fenómenos.
La importancia de las apariencias
En la historia de la ciencia hay un concepto sumamente interesante para entender esta dimensión de la obra de Tolkien, le llaman “salvar los fenómenos” y se refiere a que, una nueva explicación de un evento tiene que poder justificar todo lo que ya creíamos saber. Tiene que ser capaz de coincidir con la experiencia que tenemos de la realidad (o explicar por qué la percibimos de forma incorrecta, como es el caso de sesgos y espejismos). El concepto proviene, posiblemente, de Platón, que pedía que las explicaciones sobre el universo fueran coherentes con el aparente movimiento circular de los planetas.
No obstante, incluso una mala hipótesis, una que trate de explicar el mundo usando magos y fuerzas oscuras, puede intentar salvar los fenómenos. Sin ir más lejos, hay un caso que torturó a Tolkien durante años. En los primeros mitos sobre la creación de su universo (Ëa), divinidades llamadas Ainur lo crearon todo bajo la atenta mirada de Ilúvatar, el ser supremo, y hicieron la Tierra plana. Más adelante, Tolkien hace que los Valar (los más poderosos entre los Ainur que decidieron habitar Arda), castiguen a los hombres de Númenor por sus osadías, hundiendo su isla y curvando Arda hasta hacerla esférica, para que jamás pudieran volver a acceder a las Tierras de Aman, donde habitan los Valar. Tolkien llegó a reescribir estas historias de tal modo que la Tierra fuera esférica desde el principio, todo por salvar los fenómenos con pocos artificios de por medio, pero la trama se resentía y finalmente prevaleció la Arda plana.
Algo parecido ocurrió con la creación del Sol y la Luna, que no podían ser como él contaba en su Silmarillion. No podían ser, respectivamente, el fruto y la flor de los dos árboles de Valinor (en Aman), ya que el Sol debía ser previo a la Tierra y a la aparición de vida, ya que giramos en a su alrededor y nos “alimenta”. También escribió otras versiones de esta historia donde el Sol y la Luna eran anteriores a la muerte de los árboles de Valinor. Todo esto era importante para el maestro Tolkien. Eran los clavos que mantenían su ficción conectada con nuestro mundo. Era la ciencia sometiendo a la fantasía, sin ahogarla, pero dándole ese cuerpo de coherencia que tan potente ha hecho al universo de Tolkien.
QUE NO TE LA CUELEN:
- En una de sus cartas, Tolkien explica que, siendo Ëa nuestro universo, eso significa que hay infinidad de estrellas con más planetas, cada una habitada por Maiar (otras divinidades menores que los Valar), cada una viviendo sus propias historias. No llegó a explorar estas posibilidades, en parte porque le faltó tiempo para desarrollar los eventos de nuestro planeta. Sin embargo, en su obra se deja ver ese interés por la astronomía, no solo por los detalles que ya hemos comentado, sino por las alegorías que, a veces, cuela en sus historias. Por ejemplo, en una de sus explicaciones alternativas sobre la creación del la Luna, Tolkien cuenta que el perverso Melkor, un Vala caído y el principal antagonista de su universo, creó a nuestro satélite a partir de un fragmento de la Tierra. La principal hipótesis científica sobre el origen de la Luna plantea que surgió tras una colisión con un objeto celeste que proyecto parte de la Tierra al espacio.
REFERENCIAS (MLA):
- Larsen, Kristine. “The Astronomy Of Middle”. Physics.Ccsu.Edu, 2022, https://physics.ccsu.edu/larsen/astronomy_of_middle.htm.
- Tolkien, J. R. R et al. El Anillo De Morgoth. Minotauro, 2000.
- Tolkien, J. R. R. The Silmarillion. Harpercollins, 1999.
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