Cine
«Sesión salvaje»: cuando el cine español se llenó de sangre, sudor y tetas
Un documental homenajea a los creadores y actores del cine de explotación de los años 60 a los 80, del western al terror, del destape al quinqui
Fuera prejuicios. Aquí no hemos venido a hablar de alta cultura. Olviden a Buñuel y Berlanga, olviden a Erice y todo lo que hayan aprendido viendo cien veces «El acorazado Potemkin» y leyendo a André Bazin. Siéntense cómodamente y disfruten de la sesión más caótica y bizarra que pueda brindárseles, adéntrense en el cajón de sastre del cine español, entre hombres lobo y vaqueros de postín. ¡Qué rabien los intelectuales! Antes de los 60, España era como esa Galia irreductible de «Astérix», un poblado cercado por empalizadas frente al mundo. Lo que encontraron los primeros americanos que pusieron pies y cámaras en nuestra geografía fue una industria del cine casi inexistente pero unas materias primas excepcionalmente baratas. «Había más deseo de hacer cine que práctica y técnica», señala Jorge Grau, muerto el año pasado. A marchas forzadas, con la apertura a EE UU y Europa, los españoles fueron curtiéndose en los usos y costumbres de la industria internacional. Técnicos y actores que participaban en las grandes producciones tipo «Doctor Zhivago», en los «blockbuster» de Samuel Bronston.
Ahí, en esos primeros balbuceos, arranca «Sesión salvaje», el muy disfrutable documental de Paco Limón y Julio César Sánchez que recorre la corriente alterna, subterránea, de nuestra industria. La feliz ecolalia del cine de género «made in Spain» de los 60 a los 80: western, terror, destape, quinqui, españolada... Cine Z, B, X... Hecho con dos de las antiguas pesetas, con ganas de rentabilizar unas risas. Como la receta de Mariano Ozores en el primer día de rodaje: «Vamos a rodar una película y de paso vamos a divertirnos». Las coproducciones abrieron una ventana de exposición al extranjero. Son los años de Almería y el «spaghetti western» o, incluso, el «chorizo western».
«El conocimiento aquí era mínimo. Aprendimos de los italianos y americanos, que ya tenían una técnica muy depurada», señala Álvaro de Luna, que pululó por aquellos rodajes que eran un buen negocio para principiantes. «En dos sesiones uno ganaba lo que en una película española de protagonista», cuenta Antonio Mayans. Y encima, añade Emilio Linder, «era como jugar a los vaqueros de niño, pero cobrando un pastón» y pudiendo codearse con figuras como James Mason y Gina Lollobrigida. Por aquí pasaron Leone, Corbucci, Demicheli. Pero antes que todos estaba ya Joaquín Romero Marchent («Antes llega la muerte»), gran exponente del «chorizo western».
La violencia y el terror
La ultra violencia iba colándose en los cines españoles a través de estas producciones. La censura no era cicatera con ella siempre que no transgrediera ciertos códigos. Al fin y al cabo, eran cosas que teóricamente sucedían en el Oeste. El terror español, el «fantaterror», que arrancó en los 60, también usó la baza obligada de situar la acción fuera de España. «Aquí no hay hombres lobo», le dijo un censor a Paul Naschy, que situó su «La marca del hombre lobo» en Hungría. Naschy, o sea Jacinto Molina, fue casi el inventor del género. «Era el único que creía en lo que estaba haciendo», apunta Grau.
El cine de explotación de terror empieza a ser rentable en el extranjero, siguiendo los modelos de la Hammer inglesa y el «giallo» italiano. Se forjan las «dobles versiones»: una más pudorosa para España y otra, con desnudos y «depravaciones» más explícitas (lesbianismo vampírico, sangre, etc...) para el mercado foráneo. «La novia ensangrentada», «Una vela para el diablo», «Ceremonia sangrienta», «El ataque de los muertos sin ojos»...
Junto a los Naschy, Grau, Ossorio, descolla la figura de Chicho Ibáñez Serrador, maestro de «La residencia» y «Quién puede matar a un niño». «Si eres productor, ¿por qué no produces a Chicho?», le preguntó en un encuentro Tarantino a Enrique López Lavigne, productor de «Sesión salvaje». Su figura es de culto fuera de nuestras fronteras, como sucede con varios exponentes del fantaterror como Eugenio Martín. Para Julio César Sánchez el origen de este documental está en el día en que, «de pequeño y junto a mis primos vimos “Pánico en el transiberiano”». Allí Christopher Lee, Peter Cuching y Telly Savalas rodaron a las órdenes de Martín. Jesús Franco, quizás la figura más excéntrica del género, capaz de rodar dos o tres películas a la vez sin que nadie se enterase en el equipo, representa esa energía desbordante del cine de género sin medios.
El sexo reprimido durante décadas en el cine, burlado como buenamente se podía con ingenio y descaro, eclosiona en 1975, con la muerte de Franco. María José Cantudo aparece desnuda en «La trastienda», surge el «por exigencias del guión» que despojó de ropa a todas las actrices del momento. Los títulos del cine S y X lo dicen todo: «El fontanero, su mujer y otras cosas de meter», «La caliente niña Julieta», «Macumba sexual», «Mi conejo es el mejor». Es el destape.
«Lo hicimos por narices, para demostrar que éramos libre y no estábamos atrasados», dice Carmen Carrión. Las tetas vendían a espuertas en pantalla y, añade la actriz, «se pasó de 0 al infinito». Se fue de madre. «Se descubrió el sexo pero a través de la risa», señala Fernando Esteso, quien con Pajares ejemplificó ese erotismo de baja intensidad de «Los bingueros». Desde luego, hubo abusos, cástings de salón y ofertas a mujeres y hombres. Pero, según Emilio Linder, «todo era fingido; cuando terminaba la sesión de rodaje es cuando se montaban las orgías porque llevábamos todo el día poniéndonos cachondos».
Un policíaco «sui géneris»
La crítica social y de actualidad se filtró al cine de explotación a través del quinqui. De personalidades como José Antonio de la Loma y Eloy de la Iglesia. «Navajeros», «El pico», «Perros callejeros». La industria española confeccionó un policíaco «sui géneris» que de repente confluía con las calles. «Es un caso único en el mundo, en el que los delincuentes auténticos protagonizaban las películas», explica Julio César Sánchez.
De la Loma es más comercial, De la Iglesia más social. Entra en el submundo, convive con los yonquis y los quinquis en busca del verismo absoluto. Y trata de saltar cualquier tabú: los hombres aparecen desnudos o manteniendo sexo. A Simón Andreu le pidió mostrarse tal cual vino al mundo para la escena de «El sacerdote» en la que el cura reprimido se corta el pene con una podadora. «Le dije que no y se fueron a Bocaccio a hacer un casting de penes», recuerda entre risas.
Si el quinqui encontró su momento de «punch» en taquilla, de ahí que se generara el fenómeno de explotación, la «españolada», cuyo gran abanderado fue Mariano Ozores, directamente arrasó. «Pilar Miró se quejó de que en el cine de la Gran Vía había tres pelis mías y ella no podía estrenar la suya», rememora el director de «Los bingueros», «Que vienen los socialistas» y «Yo hice a Roque III».
El prolífico Ozores supo aprovechar la actualidad de telediario para crear comedias masivas y alocadas odiadas por la crítica pero extremadamente rentables. Sin prejuicios, sin artificios y sin ganas de posteridad. «No teníamos ganas de ser intelectuales, el cine se justificaba por sí mismo», comenta Álex de la Iglesia en relación a todo el cine de género de los 60, 70 y 80 con el que una generación de nuevos creadores creció.
Todo ello se vino abajo de manera explosiva y dramática desde mediados de los 80. La Ley Miró del cine cambió el panorama. La españolada y otros géneros de aspiración comercial fueron barridos en favor del cine de autor y de calidad preconizado por la directora general de RTVE. «Se pasó al polo opuesto, donde ya no había sitio para el cine industrial», lamenta Eugenio Martín. Y es que, malo o bueno o pésimo o peor, aquellas películas de géneros menores no eran «explotación sino industria», defiende Esperanza Roy. Y en cualquier caso, historia de nuestro cine.
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