Mar de Azahar

Las «influencers» de verdad

Sor Isabel de Villena fue la «influencer» del mediterráneo

 Isabel de Villena, en un mural de Toni Espinar en el Passeig de Batà, en Muro de Alcoy
Isabel de Villena, en un mural de Toni Espinar en el Passeig de Batà, en Muro de AlcoyToni Espinar

El pasado 14 de octubre se celebró el día de las mujeres escritoras. No soy de festejar ni de reivindicar ciertas fechas porque, sin ánimo de cuestionar su necesidad, se trata de días que nos recuerdan lo mucho que aún queda por hacer, así como el precario equilibrio en el que nos seguimos moviendo. No me gusta celebrar los días que nos reiteran las diferencias que se ciernen sobre nosotras. Prefiero cerrar los ojos y soñar que en algún momento, por lejano que sea, estaremos libres y esas bochornosas jornadas desaparecerán de los calendarios para siempre.

Sin embargo, aunque resulte paradójico, el día de las escritoras me llenó de nostalgia, no por la parte que me toca, más bien por el recuerdo de los girones y de las cicatrices que el deseo de muchas escritoras dejó en sus corazones, en las almas de las que no pudieron evitar sucumbir para siempre ante la magia que subyace del maravilloso arte de trovar.

Irene Vallejo, en su magnífico ensayo El infinito en un junco, nos cuenta que mil quinientos años antes de que Homero escribiera la Ilíada y la Odisea, una mujer que llevaba por nombre Enheduana escribió y firmó un conjunto de 42 himnos dedicados al dios Nannar y la diosa Innana, la deidad sumeria de la luna cuyos ecos resuenan en la Biblia y que Enheduana ensalzó en sus composiciones, convirtiéndose de esta manera en el primer autor del mundo que firma un texto con su nombre, allá por el III milenio a.C., en la ciudad-estado de Ur.

La existencia de Enheduana solo es reconocida por especialistas en cultura sumeria, mientras que el resto de los occidentales, a pesar de que sus textos se encontraron en pleno siglo XX, siguen revoloteando por encima de estos hechos como si únicamente se tratara de una leyenda, sin afirmar con rotundidad que la historia de la literatura universal comienza con un nombre de mujer: Enheduana.

No sé si ustedes han oído hablar de la «Querella de las mujeres», un debate académico y literario sobre la capacidad intelectual de la mujer que se inicia en Europa a finales del siglo XIV y se extiende hasta el siglo XVIII, mucho antes de los movimientos feministas tal y como los conocemos. Este hecho histórico nos presenta un debate apasionado centrado en las relaciones entre ambos sexos y en el lugar sociosimbólico que ocupan hombres y mujeres.

Tal disputa debemos contextualizarla en los cambios que se producen en el siglo XVIII relacionados con la misoginia del cristianismo y la permanencia del pensamiento aristotélico que enarbolan la inferioridad de las mujeres en base a no sabemos qué patrañas de argumentos científicos.

Todo ese constructo masculino y patriarcal del que resulta imposible desprenderse es el que obliga a las mujeres, que necesitaban escribir tanto como respirar, a buscar desesperadamente unos mecanismos, unas estrategias autoriales que las deje libres de la incesante observancia maliciosa y desconfiada de los hombres. Es Teresa de Jesús la que inaugura un modelo de escritura femenina que se consolida a lo largo del siglo XVI. La precursora de la Orden de los Carmelitas Descalzos levantó diecisiete fundaciones y se removió feliz entre calderos y pucheros porque, como ella decía: «Dios también estaba en ellos». Una diminuta y frágil mujer que, con no demasiada salud, resultó ser más hábil que cualquiera de sus principales, por descontado hombres. Y mientras deliberadamente se esforzaba en poner de manifiesto «su inferioridad como mujer», «la necesidad de escribir por un mandato divino» y «el sometimiento a su confesor», no era consciente de la envergadura de su obra y su legado. Solo ella sabrá, allá en su tumba, la cantidad de tierra, de sol y de moscas que tragaría a lo largo de su vida por esos inacabables caminos que en ningún momento la amedrentaron

Tras referirnos a Teresa de Jesús como la influencer por antonomasia en tierras de Castilla, otra que tampoco se quedó corta, y que nos toca más de cerca, fue sor Isabel de Villena, la influencer del mediterráneo. Verdadera precursora del feminismo bien entendido, la primera mujer en escribir en valenciano, una superventas en el siglo XV o una auténtica referente medieval, lo que ustedes prefieran. Además, la verdadera confesora de la reina María, aunque los más eruditos me afearán la utilización del término y la rebajarán a «confidente» porque, claro, una mujer no tiene esa autoridad. La verdad es que me es indiferente, eso sería como quedarse en la no estamos para ello. El caso es que ella también tuvo que lidiar con la misoginia de la época, en concreto con la de alguien que se movía muy cerca, Jaume Roig y su Espill. Este controvertido escritor era el médico del convento de las Clarisas donde Elionor, que era su nombre de pila, ejercía de abadesa: El convento de la Trinidad. Fue su Vita Christi una contestación medida, inteligente y demoledora a ese Espill que se movía con indolencia mostrando a la mujer como la más abominable de las criaturas.

Sin embargo, esto no se acabará en el XVIII, a pesar de los esfuerzos por la implantación de la educación y la Revolución francesa, cuyos dirigentes, nuevos burgueses revolucionarios, dejaron fuera de las academias a las mujeres. Así lo manifestaron también Rousseau y Molière sin empacho.

Tampoco el XIX nos ofrece la mejora deseada. Basta con recordar la negativa a que doña Emilia Pardo Bazán entrara en la Academia, empresa que antes había intentado sin éxito Gertrudis Gómez de Avellaneda. Pero doña Emilia, incansable, a pesar de las feroces críticas de sus coetáneos, profundizará con modernas reivindicaciones feministas que allanarían el camino sin que ella pudiera verlo. No quisiera olvidar a Rosalía de Castro, que tantas veces se cuestionó su arte y tantas otras estuvo a punto de abandonarlo, sobre todo cuando su marido aplaudió con vehemencia el absurdo experimento de su peluquero con la literatura o cuando las autoridades gallegas la acusaron sin contemplaciones ante la denuncia que Rosalía hacía de ciertas prácticas machistas de los marineros gallegos con sus esposas.

Ni el siglo XX nos dejó un buen sabor de boca. ¿Saben ustedes que en 1977, cuando la editorial londinense Bloomsbury aceptó publicar el primer libro de Jane Rowling le sugirió a la autora hacer desaparecer su nombre femenino y firmar con J.K Rowling? La argumentación era grosera: ¿qué niños querrían leer las aventuras de Harry Potter si sabían que las había escrito una mujer?

Es evidente que todos esos pasados necesitan una voz en nuestro presente. Porque las mujeres escribimos vivaces, bulliciosas, sin filtros… pero también con coraje, con desesperación.

Para acabar os diré que esas ignoradas escritoras no piensan someterse más al olvido de sus tiempos ni a la humillación de los nuestros. Sé de buena tinta que han montado una batida para la búsqueda de un tal Íñigo, y no Montoya precisamente. No te conozco, Íñigo, pero a ellas sí, y te aseguro que estás acabado, las mejores influencers tienen mucho poder, y las catacumbas más.

Hasta dentro de unos días. Y no se olviden de una cosa: el mar les espera.