Religión
La Pasión, según Unamuno
Para los agnósticos, los increyentes, incluso para los ateos, hay un precioso Evangelio hecho poema por este escritor, digna orfebrería de la literatura
Para los agnósticos, los increyentes, incluso para los ateos, hay un precioso Evangelio hecho poema escrito por don Miguel de Unamuno, digna orfebrería de la literatura, que puede ser un bálsamo apropiado u oasis en el vociferante ruido de nuestro mundo, máxime en estos días en los que pareciera que por algunos aún se escucha o se anhela los viejos ecos de un necesario silencio sagrado.
El poema, una concatenación de precisos sonetos esculpidos con tesón, sensibilidad y esfuerzo, nos desvelan que Unamuno no sólo fue un gran filósofo, sociólogo, ensayista y analizador sufridor de la realidad que le circundaba, sino un gran teólogo, esta especialidad sin haber pasado por ninguna Facultad de Teología, materia autodidacta de los exilios que sufrió. Transformó, sublimó, el dolor, lo interpretó, acudiendo al gran ajusticiado.
Unamuno desgranó su creativa teología en sonetos surgidos de su más profunda intimidad, siendo su eje cardinal su poema El Cristo de Velázquez, 2.500 versos endecasílabos que tardó siete años en escribir, desde 1913 a 1920. Una pieza que si magistral fue en su forma, extraordinaria sería en el fondo, pura teología cristológica difícilmente superada por los más duchos y avezados especialistas.
El autor de "La oración del ateo" lograría en su poema al Cristo de Velázquez concentrar todo un largo, profundo, minucioso, detallado y preciosista Tratado de Cristología al uso, que a pesar del tiempo transcurrido no ha perdido un ápice de su frescura vivencial.
«De pie y con los brazos bien abiertos / y extendida la diestra a no secarse, / haznos cruzar la vida pedregosa / —repecho de Calvario— sostenidos / del deber por los clavos, y muramos / de pie, cual Tú, y abiertos bien de brazos, / y como Tú, subamos a la gloria / de pie, para que Dios de pie nos hable / y con los brazos extendidos. ¡Dame, / Señor, que cuando al fin vaya rendido / a salir de esta noche tenebrosa / en que soñando el corazón se acorcha, / me entre en el claro día que no acaba, / fijos mis ojos de tu blanco cuerpo, / Hijo del hombre, Humanidad completa, / en la increada luz que nunca muere; / ¡mis ojos fijos en tus ojos, Cristo, / mi mirada anegada en Ti, Señor!».
Sólo este fragmento es todo un Tratado de Teología Dogmática, de Cristología. Son versos para esculpir en piedra en cualquier santuario o monasterio. Para rezar en cualquier parada o alto en el camino. En cualquier retiro. Está dicho todo en la fuerza del verso, nucleico, del “me entre en el claro día que nunca muere”.
La contemplación silenciosa de la imagen de Cristo crucificado que pintara Velázquez obrante en el Museo del Prado en Madrid, que tanto extasió siempre a Unamuno, fue el leit motiv de esta ópera magna de su poesía.
Unamuno fue poeta de madurez, de publicación tardía en este género literario, a pesar de que se sentía vocacionalmente poeta de entre las diversas sendas que caminó y ejerció por los campos de la filosofía, de la sociología incipiente y de la novela.
Fue Unamuno un poeta profundamente religioso, con sus dudas y contradicciones, lógicas en materia tan sublime y difícil como la fe, lo intangible y a veces lo difícil y complejo de creer.
Como teólogo autodidacta, que no pasó nunca por una Facultad de Teología, Unamuno sintió especial debilidad por la Cristología, el Tratado de Cristo encarnado, muerto y resucitado, el Dios hecho carne, puesto el primero en la fila del pelear en la vida con sus gozos y sombras, sus grandezas y miserias, sus valores y debilidades, sus capacidades e incapacidades, su dolor y alegría, con sus penas y alegrías, su dureza, sus piedras y zancadillas, con su pasiones y muertes, sus repechos del camino.
Unamuno sufrió lo suyo, en sus carnes. Pasó por glorias, honores, prestigios, famas, castigos, destierros e incomprensiones, sintió en sus carnes la hiel de la vida. El mismo en ocasiones no se comprendía, ni entendía lo que ocurría en su entorno, por ello se mantenía en la tensión de la búsqueda de la verdad, lo positivo, del sentir de la vida de una manera vigorosamente agustiniana.
Esta lucha, esta aspiración interna, este deseo de búsqueda de lo absoluto, sus reflexiones en la lucha, lo expresaba a través de la poesía, cual moderno místico angustiado por no poseer aquello que con gran esfuerzo buscaban.
Admiraba a Unamuno ver en el Cristo de Velázquez un Dios anonadado, golpeado, coronado de espinas, torturado, claveteado a un madero de pies y manos, humillado, destrozado, agónico, sin libertad, ceñido a la atadura del dolor y la certeza de la muerte, como el resto de los humanos. Y deseaba para él la misma fuerza, el mismo tesón, la misma voluntad para vivir los momentos duros de la vida y afrontar la muerte con el mismo coraje, la misma ejemplaridad, la misma naturalidad.
Fue su poesía religiosa fruto y necesidad, tal vez, la reacción superadora a la fuerte crisis religiosa que sufrió en 1897, en que estuvo al borde del suicidio, el que fuera también autor “Del sentimiento trágico de la vida”.
Una vida en la que advirtió que se había hecho mayor para poder entrar en el Reino de los Cielos, reservado especialmente para aquellos que, como dice Jesús en el Evangelio, se hicieran como niños. Ahí encontró las claves de la resolución del conflicto interno que le atenazaba. Hacerse como niño, con toda su fuerza, con todo su candor, con toda su belleza, con todo su poder de atracción, con toda su ingenuidad, con toda su vitalidad, con todo su duende y magia.De esta manera escribiría nuestro gran pensador muy avanzada su vida estos versos:
«Agranda la puerta Padre, /porque no puedo pasar;/ la hiciste para los niños,/ yo he crecido a mi pesar/ Si no me agrandas la puerta, achícame, por piedad; vuélveme a mi edad bendita/ en que vivir es soñar/».
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