DANA

La Torre, un mes después

En una de las tres pedanías afectadas que dependen del Ayuntamiento de València, la vida se desarrolla aún al margen de la normalidad

Imagen de los vestuarios del campo de fútbol del barrio de La Torre
Imagen de los vestuarios del campo de fútbol del barrio de La Torre La Razón

En el barrio de La Torre sólo hay un supermercado. Desde hace un mes está cerrado y, según cuenta una de sus trabajadoras, «tardará todavía unos cinco más en abrir». Sus habitantes cruzan el puente que une sus casas con el barrio de San Marcelino para acudir al supermercado más cercano. Tres kilómetros entre la ida, fácil, y la vuelta, cargados con la compra. Por eso, la mayoría va en coche. Al entrar en esta pedanía de València –que es uno de los barrios más empobrecidos de la ciudad, según los datos de la Agencia Tributaria de 2021– se nota un olor húmedo y ácido al que los sentidos se acostumbran poco a poco, hasta que dejan de notarlo.

La DANA acabó aquí con la vida de catorce personas. El agua del barranco del Poio llegó hasta La Torre después de pasar por los pueblos del sur de València y fue aquí donde se detuvo, al igual que en Forn d’Alcedo y Castellar-Oliveral, justo antes de cruzar el nuevo cauce del río Turia, que separa la ciudad de estas tres pedanías. Todas ellas pertenecen a la ciudad de València y dependen de su Ayuntamiento; sobre el mapa, el cauce las separa. Entre las tres suman diecisiete de las 222 muertes de esta DANA.

En la mañana en la que se cumple un mes desde la riada, una vecina aparca su coche y saca de él un plumero para limpiar rápidamente el techo y el maletero. Otra pasea por la acera de enfrente con un carrito de bebé cuyas ruedas están manchadas de polvo. Son los restos de un fango que ya no está: humedad y un polvo incrustado en las calzadas que de momento parece difícil de limpiar por completo. Los convoyes militares, los coches de policía y los autobuses habilitados para el transporte público que sustituyen al metro pasan continuamente por la Avenida Real de Madrid, la calle principal de la Torre, transportando consigo el polvo de los alrededores. De un balcón cuelga una colcha blanca que reza «Governs criminals assassins» –gobiernos criminales asesinos– escrito con barro. Un poco más allá, en las fincas de enfrente, una sábana blanca dice en letras de colores vivos: «Gracias a los ángeles del barro: los voluntarios».

Coches y más coches

Sorprende ver la cantidad de automóviles que hay en las calles. Hace un mes, prácticamente todos se vieron arrastrados por el agua; ahora, de nuevo empieza a ser difícil encontrar un sitio para aparcar por las noches. El campo de fútbol del Discóbolo la Torre es ahora el depósito de los que quedaron destrozados: está repleto de vehículos que permanecen a la espera de que los seguros establezcan una primera valoración de los daños. La zona de los banquillos y los vestuarios, así como los laterales del campo, están cubiertos de una alta y sólida capa de barro, agrietada ya por el efecto del sol y del paso de los días.

El coche de Toni y Nuria, que viven enfrente de este desguace improvisado, tiene un folio con el número 841 sobre la luna hundida. No saben qué significa, pero sí que del perito que tiene que ir a verlo aún no se sabe nada. «Nos han dicho que primero las viviendas, luego los comercios y lo último los coches», cuenta Toni.

En uno de los dos bares del barrio que ya han reabierto, Nuria y él toman un café y explican cómo han cambiado sus vidas desde el pasado 29 de octubre. En las patas del toldo que cubre la terraza se ven manchas de barro seco en forma de manos. «Han abierto una frutería nueva, y en la iglesia siguen repartiendo comida para quienes lo necesitan, pero nada más», explica Nuria. Ellos van hasta San Marcelino en coche, porque tienen el de Nuria, que han traído desde Zaragoza. Muchos de los negocios que conocían, como el asador donde comían en las celebraciones y los días especiales, ya no volverán a abrir. En todas las mesas del bar se comenta, de una forma u otra, lo mismo: el precio desorbitado de los coches de segunda mano o de alquiler, las mangueras que atraviesan las aceras y conectan las alcantarillas con las bombas de agua, «la DANA esto», «el agua aquello». Es difícil hablar de otra cosa.

Los coches se han estacionado en el campo de fútbol del barrio
Los coches se han estacionado en el campo de fútbol del barrioLaura Núñez

En la finca de al lado del bar, media docena de trabajadores limpian el supermercado. En la siguiente, un par de obreros enmasilla las paredes de un bar que de momento sigue cerrado. Sobre la puerta de cristal, el cartel que anuncia las tapas y los bocadillos está salpicado de barro. Las persianas de los bajos están reventadas, como si algo hubiera explotado dentro, y combadas con aperturas en los laterales. El parque infantil, aunque bastante limpio, está vacío.

Recuperación lenta

El primer local que reabrió en el barrio fue la farmacia, unos once días después de la riada: «No estamos en las mejores condiciones, pero queríamos volver a ofrecer el servicio cuanto antes», explica Tamara desde detrás del mostrador. Los expositores de madera de los que cuelgan los productos están comidos por el agua en la parte inferior, inflados y abiertos, y detrás de ellos se intuye la pared plagada de humedad, en la que se está empezando a formar algo de moho. «La idea es empezar la reforma en cuanto podamos aprovechando que tenemos dos puertas y hacer los arreglos por partes para no tener que cerrar», explica Tamara.

«Al fin y al cabo, dentro de lo malo aquí estamos bien», Toni. Es cierto que hay muchas poblaciones que están aún a semanas de distancia del estado actual de La Torre, pero también es cierto que la normalidad tardará en llegar. En el campo de fútbol, dentro del coche, el libro de solfeo de su hijo está incrustado en el barro seco.