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Daniel Defoe sobre la epidemia de 1665: «Vi cómo las personas se desplomaban muertas en la calle»

Las tiendas se cerraron y el gobierno confinó a todos en sus casas. El escritor describía en «Diario del año de la peste» el brote de peste que asoló Londres y las medidas que se tomaron. Clarividente.

Unos arqueólogos desentierran cadáveres de la gran plaga de 1665 en Londres. De los cuerpos han logrado extraer ADN de la bacteria
Unos arqueólogos desentierran cadáveres de la gran plaga de 1665 en Londres. De los cuerpos han logrado extraer ADN de la bacteriacrossrail

Panfletista, espía, periodista, escritor, reo ocasional, suplantador de sí mismo. Toda una vida de época. Para unos es el padre de la novela moderna, para otros, el fundador de la Prensa económica, aunque, para la mayoría, solo es el autor de «Robinson Crusoe». Pero, por encima de esas consideraciones, Daniel Defoe fue un tipo tallado por las circunstancias que supo abrirse paso aprovechando las oportunidades. Bautizado en la pila bautismal como Foe, el escritor añadió un «de» a su apellido para arrogarse unas raíces nobiliarias de las que carecía (su padre era carnicero y comerció con grasa para velas). En 1720, como había sucedido trescientos años antes, la peste arribaba al puerto de Marsella. La infección bubónica desafiaba a la razón y a la medicina del Siglo de las Luces Y él vio la coyuntura adecuada para publicar «Diario del año de la peste», un compendio de los testimonios del brote 1665 que él conoció cuando apenas contaba con cinco años de edad y que ahora reedita Impedimenta con un prólogo de José C. Vales. La posibilidad le brindaba una ocasión de extender recomendaciones entre la población, y, de paso, ganar un pellizco de dinero. La obra recoge lo que sucedió durante aquellos días, amenizado por anécdotas que hacen preludiar la Prensa amarillista, y una serie de situaciones semejantes que nos recuerdan a esta Europa del coronavirus. Existen confinamientos, «Fake News», remedios falsos, contagios a través de ciudades, cierres de caminos y vías públicas, y avisos y recomendaciones para que no se formen multitudes. «Era una época muy mala para estar enfermo –dice–, ya que si uno se quejaba, inmediatamente decían que tenía la peste; y si bien yo no tenía ninguno de los síntomas de ese mal, aunque estaba muy enfermo tanto de la cabeza como del estómago, tenía una cierta aprensión de estar efectivamente contagiado».

Olores y pestilencias

El paisaje que describe de las urbes resulta hoy familiar: «Era sorprendente ver aquellas calles, habitualmente atestadas de gente, tan vacías». Comenta cómo los viandantes caminaban por el «centro para no contagiarse con olores o pestilencias» y que las tiendas, posadas, mesones y locales públicos permanecen cerrados para evitar la propagación. Incluso las fábricas son desalojadas para prevenir que la enfermedad se extienda. «Se prohibió la representación de todas las comedias y entremeses que se habían montado», recuerda Defoe. El escritor hace hincapié, también, en que se cerraron «y suprimieron mesas de juego, salas de baile públicas y salones de músicas (…). Y los bufones, payasos, funciones de títeres, volatineros y atracciones similares que embrujaban a la pobre gente común, hubieron de cerrar sus ferias al no prosperar sus negocios».

Grabado que representa una calle de Londres durante el azote de la peste
Grabado que representa una calle de Londres durante el azote de la pesteR C

Un ambiente propicio para aventar rumores y divulgar temores. La atmósfera que prevalece es la del miedo. Junto a los desaprensivos que espoleaban y daban alas a las peores catástrofes estaban las viejas que pronosticaban debacles o que interpretaban los sueños (casi siempre para mal), y visionarios que «llenaron la cabeza de las gentes con predicciones sobre señales del cielo». Estos sucesos obligaron al Gobierno a suspender la impresión de aquellos libros que alentaban los temores y persiguió a los amedrentadores y otros cicerones del horror.

Defoe dedica páginas a la labor de los médicos. Muchos de ellos cayeron infectados. Encomia la labor de estos doctores que «iban por todas partes prescribiendo a los demás lo que habían de hacer hasta que aparecían sobre ellos los síntomas y caían muertos, destruidos por el mismo enemigo contra el que aconsejaban». Y añade: «Es digno de elogio el que hayan arriesgado sus vidas hasta el punto de llegar a perderlas al servicio de la humanidad. Se esforzaron por hacer el bien y por salvar las vidas de los demás». Defoe relata el esfuerzo de las autoridades para evitar la propagación, velar por los menesterosos, cuidar de los aprovisionamientos de las tiendas, que despachaban alimentos, vigilar que las tabernas permanecieran cerradas, impedir el alquiler de cocheros, prohibir la marcha de personas a otros lugares y asegurarse del confinamiento de la población en sus casas. Unas medidas que no evitaron lo evidente: los estragos de la enfermedad. «Mis ojos contemplaron escenas espantosas, como personas que se desplomaban muertas en las calles, terribles voces y chillidos de mujeres que, en su agonía, abrían de par en par las ventanas de las habitaciones y lanzaban agudos gritos, lúgubres y sobrecogedores. Sería imposible describir la diversidad de actitudes en las que se manifestaban las pasiones de la pobre gente». O cuando añade: «La gente se arrojaba por las ventanas, se disparaban armas de fuego. Las madres, en su frenesí, asesinaban a sus propios hijos y otras personas morían de pena».

Pociones contra la peste bubónica

La peste avivó la imaginación de los desalmados. Una corte de timadores que intentaban engañar y «aligerar los bolsillos» del pueblo. Las gentes corrían «tras los curanderos y charlatanes y viejas ensalmonadoras en busca de medicinas y remedios, atiborrándose de tal cantidad de píldoras, pócimas y preservativos, que era como se llamaban, que no solo gastaban su dinero sino que se envenenaban a sí mismos de antemano por miedo al veneno de la peste».