Deportes
Demasiados corredores para tan poca acera
Era como una carrera popular. Todos con zapatillas y al trote. El primer día para practicar ejercicio llenó las manzanas de deportistas
Salvador Illa ha acertado eligiendo un sábado, y no un lunes o una jornada laboral, como primer día para hacer ejercicio en la calle. Así la gente ha podido salir a correr de manera individual, pero todos a la vez. Las aceras de Madrid ayer no eran suficientemente anchas. Las medidas de separación entre corredores son muy acertadas, pero están ideadas para Islandia, donde hay más ovejas que habitantes, o San Petersburgo, que tiene unas avenidas del ancho del Amazonas. Los «runners» pusieron mucha voluntad para mantener la distancia, aunque ayer la realidad apostaba contra ellos. Alrededor del canal de Isabel II los había de toda clase y atuendo, con mascarilla, sin ella, con guantes, sin guantes y con guantes de bici. Todos avanzaban más pendientes del tipo que iba a su lado que del ritmo cardíaco. Pronto comprendieron que aquello resultaba imposible: eran demasiados y el espacio se adivinaba, a todas luces, reducido.
Los estrechamientos se convirtieron enseguida en verdaderos cuellos de botella. ¿Qué hacer? ¿Hacia dónde ir? Los corredores rápidos alcanzaban a los lentos, los profesionales a los «amateurs». Unos se iban hacia un lado, otros se apartaban echándose encima del que venía por detrás, el de allá se tropezaba con el que permanecía a su lado o trataba de pasar por en medio, pero intentando no rozarse con nadie. Los más decididos salvaban la situación y, sin pensárselo, invadían el carril de los coches. Los conductores, alucinados, con una expresión entre la perplejidad y la comprensión, aminoraban la velocidad. Un espontáneo con pantalón negro, camiseta negra, zapatas azules y un pañolón negro con calaveras para recubrirse la boca y la nariz, animó el cotarro gritando: «Illa, Illa, Illa, qué ministro de maravilla». Se veía que el ultrasur estaba en su salsa.
Como no existen suficientes manzanas en la ciudad, una pareja de argentinos, que caminaban a su aire y hablando en voz alta, decidieron, con un gran sentido de la oportunidad, pasear por el mismo lugar que corría la gente. Su presencia se convirtió en un punto letal. Los que iban delante frenaban, los de atrás los alcanzaban y se juntaban con los que paraban, los más rezagados se retrasaban aún más y los preo-cupados por las distancias mostraban una tensa y silenciosa preocupación, ¿Qué hago? ¿Hacia dónde me dirijo? Los que corrían en sentido contrario reflejaban en la cara las mismas inquietudes y dudas ¿los paso por la derecha? ¿Por la izquierda? ¿Cedo el paso al que viene de frente?
Un alérgico, entusiasmado por retomar la actividad física, se olvidó de un detalle nada menor: el polen de estos días y comenzó a estornudar de manera incesante y repetitiva. La tesitura se antojaba de antemano difícil, sino compleja. Sin mangas, sin pañuelo del que tirar y, por supuesto, sin manos como último recurso por miedo a tocarse la cara. ¿Debía seguir moqueando las siguientes dos vueltas? Al final ofreció una estampa que muchos tardarán en olvidar: absorber, carraspear y escupir. Para enmarcar.
En el siguiente trecho, una chica, con una ropa muy deportiva, muy «cool» y a la última, resbaló y cayó al suelo de manera aparatosa, dando al traste con tanta estética «runner». La primera reacción de los corredores fue la habitual: preocuparse y acudir en su auxilio. Pero su consciencia no tardó en reaccionar y alertarles: ¡coronavirus!. Y se detuvieron en seco. La situación se antojaba comprometida, sino delicada: ¿Había que continuar siendo educado? ¿Había que dar preferencia a lo que recordaba por Illa y respetar lo dictado por Sanidad? ¿Si la ayudo, me multará un poli? La situación se resolvió con abundante diplomacia, cierta distancia y un par de frases de compromiso.
–¿Te encuentras bien?
–Sí, sí, gracias.
–¿Te has hecho daño?
–No, no es nada
La chica, con una herida en la rodilla y tan bien vestida ella para la ocasión, se alejó con un trotecillo ligero antes de detenerse y continuar andando. Su batalla había terminado por hoy.
En una isla de cemento, un chaval, algo melenudo y fofisano, con chándal, musicote a todo trapo y aspecto de haberse pasado los cuarenta y pico días del confinamiento comiendo pizza y jugando al «Call of Duty» y el «Age of Empires», trataba de ejercitarse con una goma elástica y un par de maderas que, en un primer vistazo, no se les adivinaba ninguna utilidad. A su alrededor, los peatones observaban al joven Rambo sin saber demasiado bien qué hacía ni a qué se dedicaba.
Los más espabilados decidieron seguir rutas alternativas. Alejarse de los perímetros que en un principio se antojaban polémicos y hacer caso a Fray Luis de León, que aseguraba que es de sabios tomar las sendas menos transitadas. Pero ni siquiera estos recorridos estaban libres de «runners». Las calles secundarias, sobre todo las que bajaban hacia la Ciudad Universitaria, presentaban más tránsito del habitual y los corredores se mezclaban con los que venían de la panadería. Las palomas, que se habían enseñoreado de los bordillos durante las últimas semanas, contemplaban el espectáculo desde las ramas. En su mirada podía adivinarse una repentina incredulidad o asombro, como si pensaran: «¿y a qué viene ahora esto de repente?». Unos vecinos, muy duchos ellos en familiaridades, se saludaron con campechanía, con unos de esos diálogos poseídos de excelsa brillantez, pero eso sí, desde lejos, no vaya a ser que un munipa les pusiera una receta.
-–¡Eeeeh!
–¡Oooooh!
–No te había reconocido.
–Con la mascarilla es que voy de incógnito.
Como al hombre le debe gustar mucho Juan Ramón Jiménez pronunció la «g» casi como si fuera una «j». Alrededor varias parejas, no contentas con el tiempo que han compartido en casa durante el último mes, han decidido también salir a correr juntos. En esta sociedad hemos logrado el insólito mérito de convertir un deporte solitario em una actividad casi gremial, lo que no se sabe si dice mucho de nosotros o todo lo contrario. Un matrimonio, con ropa deportiva, aunque se desconoce por qué, remontaban andando una cuesta mientras charlaban. La mujer arrastraba el rostro resignado del que lleva aguantando la misma cantinela desde hace varias quincenas.
Los kilos de más asomaban en las pendientes. Ahí se adivinaba que más de uno está dispuesto matarse para estar en forma. En Occidente nos hemos reconciliado con el concepto de sacrificio gracias al deporte. Más de uno se ha pasado las recomendaciones para prevenir lesiones por el arco del triunfo y ha decidido que por él no ha pasado el tiempo por mucho que insista el calendario. Se los veía por ahí como galgos sudorosos, echando la lengua y en carreras que tenían más que ver con el desahogo que con una actividad física y saludable. Otros trataban de remontar repechos en un quiero y no puedo, y daban mucha lástima verlos por Beatriz de Bobadilla como si en vez de oxígeno les faltara un riñón o el hígado. Los había también que corrían muy atléticos y con enorme ligereza, casi sin tocar el suelo. Se notaba que se habían hinchado a ver vídeos de Youtube o que se habían hinchado a hacer tablas para mantener la línea y que la desescalada, y el verano, que está ahí al lado, no les cogiera desprevenidos y con michelines. Eran los más gallitos, los presumedetes del grupo, los que fardan de musculatura y, también, los que mejor llevaban el pelo cortado, aunque se desconoce cuál puede ser la relación que existe en esto. En general, la gente trató de ser cívica y no caer en apelotonamientos como los de Ifema o el pasado fin de semana. Algunos dirán que faltó orden, pero lo que en realidad no había eran aceras suficientemente anchas.
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