Felipe VI

Cuando la nostalgia es inevitable

Suárez, principal ejecutor de los planes del Rey, personifica una generosidad y una capacidad de renuncia que a veces se echan de menos entre los políticos actuales.

Fue un político leal, osado, seductor, flexible y sin ataduras ideológicas para hacer posible el diálogo que el tiempo requería.
Fue un político leal, osado, seductor, flexible y sin ataduras ideológicas para hacer posible el diálogo que el tiempo requería.larazon

Suárez, principal ejecutor de los planes del Rey, personifica una generosidad y una capacidad de renuncia que a veces se echan de menos entre los políticos actuales.

Cuando Juan Carlos de Borbón y Borbón, Príncipe de España, es proclamado Rey el 22 de diciembre de 1975, tenía muy poco a su favor. Para que el Partido Comunista no boicoteara su coronación con movilizaciones populares había tenido que negociar con Santiago Carrillo: tranquilidad social a cambio de legalización del PCE cuando las circunstancias lo permitieran. El ambiente no era favorable a la Monarquía. Don Juan Carlos y Doña Sofía tenían un discreto nivel de popularidad que no llegaba al 25 por ciento. La entonces llamada «oposición democrática» era partidaria de la ruptura total con el régimen de Franco y, por tanto, malamente podía aceptar a quien Franco había designado sucesor. Las generaciones educadas con la «Formación del Espíritu nacional» no habían sido preparadas ni para una monarquía ni para una democracia, sino todo lo contrario. El presidente del Gobierno que el Rey encontró, Arias Navarro, era más leal al franquismo que al nuevo jefe del Estado. Las poderosas estructuras del régimen hablaban como mucho de «monarquía del 18 de Julio». Sólo el Ejército aceptaba por disciplina al nuevo Rey, jefe supremo de las Fuerzas Armadas, pero con una cúpula militar vigilante de cualquier desviación de la ortodoxia. Y sólo algunos jóvenes líderes que habían hablado mucho –y clandestinamente– con Don Juan Carlos confiaban en su propósito democratizador.

Pero él tenía una idea muy clara: o era el Rey de todos, o no era nada. O permitía e impulsaba la democracia, o se convertiría en un episodio anecdótico de la historia. Y a ese objetivo dedicó su reinado en dos etapas: la anterior y la posterior a la Constitución. En la anterior tenía los mismos poderes que el dictador y los ejerció prácticamente como un jefe del Estado de un sistema presidencialista, pero en sentido contrario a como los ejercía Franco. Cesó a Arias y designó a Adolfo Suárez, impulsó el diálogo con los líderes de la oposición, autorizó las amnistías, alentó al gobierno en su tarea reformista, fue el motor del cambio como lo calificó la prensa de la época, e hizo algo que resultó clave en el éxito de una transición pacífica: dedicó al menos la mitad de su tiempo a tranquilizar a unos mandos militares que veían que «los rojos querían ganar ahora la guerra». En la posterior trabajó de acuerdo con dos de las grandes funciones que la Constitución le atribuía: arbitrar y moderar.

Como motor del cambio, el Rey Juan Carlos tuvo varias fortunas históricas. La primera, contar con dos personas como Torcuato Fernández-Miranda y Adolfo Suárez. Fernández-Miranda fue el autor intelectual de los mecanismos jurídicos de la transición con su célebre hoja de ruta: «De la ley a la ley pasando por la ley». Pero fue algo más: fue el consejero, el confidente, el profesor, el guía veterano para moverse por el bosque político y el examinador de la idoneidad de Suárez. La foto de Fernández-Miranda en blanco y negro seguía en el despacho del Rey el día de su abdicación.

Suárez fue el ejecutor de la reforma. El Rey lo encontró después de dibujar el retrato-robot del presidente que necesitaba: un hombre de su generación, que no suscitara recelos del franquismo ni rechazos absolutos de la oposición; un político leal, osado, seductor, flexible y sin ataduras ideológicas para hacer posible el diálogo que el tiempo requería. Esas condiciones permitieron atraer al comunismo a la causa monárquica, resolver el problema catalán con la «operación Tarradellas», legalizar a todos los partidos, vaciar las cárceles de presos políticos y que no hubiera exiliados por primera vez en la historia.

La segunda fortuna histórica del Rey fue la clase política de la época. A pesar de la desolación ideológica que provocó el franquismo, había grandes figuras: la talla intelectual de Tierno Galván, de Manuel Fraga o de Peces-Barba; el peso histórico de Pasionaria o Santiago Carrillo; el sentido de Estado de Felipe González; la insatisfacción permanente de Xabier Arzallus; la provocación de Alfonso Guerra; aquel militar irrepetible llamado Gutiérrez Mellado; las nuevas generaciones que ya se habían formado en universidades extranjeras... Todos aportaron algo a la construcción de la democracia. Y aportaron algo de incalculable valor: su generosidad y su capacidad de renuncia para hacer posibles acuerdos históricos. El triunfo de la democracia en España no se entiende sin el motor del cambio y sus ejecutores; pero tampoco sin aquellos represaliados del franquismo, los exiliados y los presos ideológicos que se incorporaron a la vida pública dispuestos a arrimar el hombro y sin el menor ánimo de revancha.

¿Incluimos el factor miedo entre las claves del éxito de la transición? Por supuesto: había miedo en la sociedad y creo que en las clases dirigentes. Era el miedo a repetir la historia; el miedo a una confrontación civil, porque la Guerra estaba reciente y estaba viva una generación que había participado en ella y había sufrido su crueldad; el miedo a que el ruido de sables que se escuchaba constantemente terminase en una explosión de ira, y por eso el aborto del golpe del 23-F fue el acto de autoridad más valorado del Rey.

Y Don Juan Carlos tuvo, por encima de todo, un proyecto de país para España. Fue un proyecto que se resumía en unas pocas palabras que, por cierto, repite mucho su hijo Felipe VI en sus discursos: concordia, convivencia, libertad. Ese proyecto de país fue capaz de integrar a la mayoría de la población y a los agentes sociales que existían en España en aquel entonces. Se había conseguido el ideal que había descrito el filósofo José Ortega y Gasset: «Un sugestivo proyecto de vida en común». Los Pactos de La Moncloa fueron eso. La Constitución aprobada por los españoles en el referéndum de diciembre de 1978 fue eso. La primera llegada de los socialistas a un gobierno de la Monarquía fue eso: el resultado de un proyecto sugestivo que permitía la convivencia de todas las ideologías. El Rey aportó y recibió legitimidad de ese proyecto.

Cuando Don Juan Carlos cumple 80 años, todo lo que acabo de recordar es historia. Como su propio reinado. El país que ayudó a construir es otro. Ya era otro mucho antes de abdicar. La clase política es más pobre en personalidades respetadas. La generosidad de los políticos de la Transición se ha transformado en egoísmo partidista. Se percibe intransigencia entre líderes. Algunos de los jóvenes dirigentes muestran unos afanes de revisionismo y de revancha impropios de este tiempo. El sugestivo proyecto de vida en común ha degenerado en retorno del independentismo. Se usan con frivolidad términos como fascista, nazi, represión, inquietantes signos de aparición del odio político. Y qué quieren que les diga: hoy es improbable, por no decir imposible, el pacto que dio lugar a la Constitución. Tenemos un magnífico Rey, Felipe VI, pero una clase política manifiestamente distinta. La nostalgia es inevitable.