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Las ciudades perdidas de la Ruta de la Seda

Mencionarla evoca lugares fascinantes como Samarcanda, pero también otros olvidados, como la ciudad perdida de Khara Khoto
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En las regiones desérticas de Oriente, la intensiva búsqueda realizada por expediciones geográficas y cartográficas de finales del siglo XIX y comienzos del XX, incentivadas particularmente por la rivalidad ruso-británica por el control de los territorios noroccidentales de una debilitada autoridad china, condujo al hallazgo de un buen número de yacimientos arqueológicos y de ciudades perdidas largamente abandonadas, en particular correspondientes a asentamientos y caravasares situados en oasis que habitualmente contaban con complejos sistemas de irrigación y canalización del agua. No en vano, la cuenca del río Tarim, que atravesaba el desierto de Taklamakán, último escollo en la Ruta de la Seda antes de penetrar en tierras chinas, había sido durante siglos sede de pujantes reinos cuyas ciudades y fortalezas eran de obligada parada para comerciantes y viajeros que atravesaran Asia Central. Semiocultos por la arena del desierto emergían los restos de antiguas estructuras de madera y ladrillo correspondientes a distintas fases de ocupación de estas civilizaciones perdidas. Un buen ejemplo de ello es Karadong, un asentamiento abandonado en el siglo VI y hallado a comienzos del siglo XX por el explorador sueco Sven Hedin no muy lejos del lugar donde se oculta el río Keriya, junto a la ruta en su día transitada por Marco Polo, tal y como se cuenta en “Marco Polo y la ruta de la seda”.

Cuevas de los mil budas

Traspasado el desierto hacia Oriente, la arqueología de aquella época dio grandes alegrías con la exploración de las cuevas de Mogao (también conocidas como las cuevas de los mil budas), uno de los mayores tesoros culturales de la Ruta de la Seda. En el interior de las cerca de quinientas cavidades artificiales que conforman el conjunto se hallaron riquísimos conjuntos artísticos con innumerables frescos, esculturas de barro y miles de manuscritos datados entre los siglos IV y XIV, que en su día pertenecieron a famosos monjes y hoy dan testimonio del uso de la ruta por culturas bien distintas. Más al nordeste, ya en las arenas del desierto de Gobi y en el trayecto hacia las tierras mongolas, el explorador ruso Pyotr Kozlov (1863-1935) dio con las ruinas de la ciudad de Khara Khoto. Kozlov había sabido de su existencia a través de las vagas noticias de otros etnógrafos que habían explorado la zona con anterioridad, pero las gentes locales se negaban a indicar el paradero de la que ellos llamaban la Ciudad Negra. Corría entre los torgut una leyenda que explicaba la caída de la ciudad tras un asedio chino en 1372, y que contaba que el último príncipe de Khara Khoto decidió resistir hasta la muerte antes que capitular, no sin antes ocultar sus mayores tesoros en un pozo del interior de la ciudadela. Tras mucha insistencia, los restos de sus imponentes murallas coronadas con estupas se desvelaron a los miembros de la expedición rusa.
En su interior, Kozlov nunca llegó a encontrar el famoso pozo, pero sí un importantísimo conjunto de obras de arte y de documentos en varios idiomas. Khara Khoto floreció durante el dominio de la región por el Imperio tangut de Minyak (982-1227; luego conocido como Imperio Xi Xia), heredero de los reinos tibetanos orientales. Los tangut ganaron en el siglo XI el control del estratégico corredor de Hexi y allí dieron pie al desarrollo de una destacada escuela de arte budista con influencias tibetanas, centroasiáticas, chinas y nepalíes. La ciudad fue capturada por el ejército de Gengis Kan en 1226, aunque se permitió su reconstrucción. Se cree que es la que Marco Polo menciona como Etzina, si bien hoy sabemos que el comercio estuvo bien vivo en este enclave hasta su abandono a finales del siglo XIV.
Entre los restos excavados entonces, el más importante refería a una estupa situada extramuros que albergaba en su interior cientos de manuscritos, en su mayoría escritos en lengua tangut –una de las mayores colecciones en esta lengua que se conocen–, además de pinturas y estatuillas de madera y metal, y el esqueleto de un monje en posición sentada, que luego fue trasladado a San Petersburgo, aunque los antaño sagrados restos terminaron por perderse en el asedio alemán de 1941-1944.

Para saber más

Arqueología e Historia n.º 29
68 pp.
7€

Un trayecto milenario

Cuenta una antigua historia que la princesa del país de la seda recibió la orden de su padre, el emperador, de casarse con el rey de la lejana tierra del jade. En aquella tierra no se conocía el secreto de la producción de la seda, que el emperador guardaba celosamente, pero la intrépida princesa decidió que sus nuevos súbditos merecían tan generoso presente y escondió bajo su tocado algunos capullos y un buen puñado de semillas de morera, a sabiendas de que los guardias de su padre no osarían registrarla. La leyenda tiene seguramente su origen en Jotán, un importante reino-oasis del desierto de Taklamakán cuyo principal producto de exportación era el jade, y pretendía cuenta del secretismo que se mantuvo el imperio chino sobre la producción de la seda de calidad en los primeros siglos de la era cristiana.
La Ruta de la Seda vertebró durante siglos el comercio entre Oriente y Occidente, pero a su vez sirvió para vehicular el contacto entre culturas y fue vía de difusión para costumbres y religiones. Fue a través de ella que el Islam alcanzó su mayor influencia, y en ella el budismo instauró algunas de sus más inspiradoras rutas de peregrinaje. En contrapartida, la misma y compleja red de comunicaciones se utilizó como paso para los ejércitos de innumerables imperios que se sucedían, dificultando el tránsito de mercancías y personas.

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