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La Calderona: de amante de Felipe IV al destierro en un convento

Mientras las actrices europeas tenían prohibido subir a los escenarios, en España, las mujeres hacían las delicias de un pueblo que las aclamaba. Particular es la historia de María Inés Calderón, que, tras brillar en los corrales, pasó de ser amante de Felipe IV al destierro en un convento
La Razón

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Hablaba Ron Lala, la compañía de teatro, del Siglo de Oro como un «siglo de ahora», que llamaron a uno de sus montajes. Y no les falta razón. Salvando las distancias, no son pocas las situaciones que nos unen con entonces. También lo ha mostrado así, esta misma semana, el Instituto Cervantes con una exposición, «Tan sabia como valerosa», en la que ha querido rescatar esos nombres femeninos de los siglos XVI y XVII que quedaron en el olvido. Firmas empañadas por gentes como Cervantes, Tirso, Quevedo, Calderón, Lope, etcétera, que no es poco, pero que existieron. En definitiva, autoras que estuvieron ahí y que la historiografía ha terminado por cubrir con hombres. En esas, la muestra desempolva, entre otras, a autoras como Ángela de Sotomayor, la Monja Alférez, Margarita Anglada y Marcela de San Félix. A las que, por supuesto, hay que sumar las mediáticas Sor Juana Inés, Santa Teresa y María de Zayas. Sin embargo, no se le ha dado tanto bombo, históricamente hablando, a Ana Caro –también presente en la exposición–, una dramaturga y poeta «capaz de disputar y ganar certámenes literarios a los grandes».
Así lo cuenta Elvira Menéndez (Ferrol, 1949), autora que acaba de publicar «Vida de una actriz» (Ediciones B). Título en el que se sumerge en esa España áurea donde el teatro ocupaba un lugar de privilegio. Destacaron por entonces intérpretes como María de Heredia, Francisca Baltasara, Jusepa Vaca y, cómo no, María Inés Calderón «La Calderona», la protagonista de la historia: «Una mujer que al parecer no era bellísima, pero sí que tenía mucha gracia y encanto. Además de recitar, cantar y bailar muy bien», explica Menéndez de un personaje que le ha ocupado cuatro años de investigación para novelar su vida y, por extensión, la de «los escenarios de la época», cuenta quien también fuera actriz.

Mentideros y corrales

Así, pone la mirada en esos corrales de comedias del Madrid de las Letras y pasear por el Mentidero de los Representantes y el de San Felipe, en la Puerta del Sol, y por los Corrales la Cruz y del Príncipe, actual Teatro Español. «Era ahí donde el público acudía a recibir noticias, hablar de cotilleos, de quién iba a escribir una nueva obra...». Introducirse en ese reducto de libertad que siempre ha supuesto el teatro. «Mientras en casi ningún lugar de Europa se permitía a las mujeres trabajar encima de las tablas, en España sí. Dijeron que debían acompañar a sus maridos y se les dejó actuar», apunta Menéndez. Eso sí, para subir a escena, debían casarse. «Lo frecuente era hacerlo de conveniencia y, muchas veces, con un homosexual para que ganaran los dos».
Fue una profesión contradictoria. Por un lado, se las consideraba personas «non grata». Los cómicos eran, que se decía, «gentes estragadas en vicios y maldades» y, además, «no se les enterraba en sagrado», explica. Pero, de la misma manera, «no vivían la discriminación salarial. Llegaron a ser jefas de compañías y dirigieron obras. Sabían leer, escribir, hablar en público, viajaban y tenían su propio dinero». Incluso disfrutaron de un privilegio del que no disponían todos: la libertad de movimiento y poder asistir a las tertulias con los primeras espadas. A ellas acudían cuando la jornada laboral se lo permitía: «Ensayaban por la mañana, a las tres actuaban y por la tarde-noche acudían a las casas de los nobles. Trabajaban todo el día, como fieras, y aunque el público las adoraba se tenía mal concepto de ellas en general».
En una de esas actuaciones en la Corte, fue cuando La Calderona conoció al que terminaría siendo su amante, Felipe IV. «Eran mujeres mucho más interesantes que la media. Solo las muy ricas tenían cierta cultura, y otras ni se molestaban –explica Menéndez–. Por eso, por su profesión, por estar en contacto con intelectuales, tenían otro nivel y eran miradas con otros ojos por los de arriba». Fue por estas circunstancias, también por ser un capricho real, por las que el monarca se fijó en una actriz que ya tenía su corazón ocupado por Ramiro Núñez de Guzmán. Pero cuando el rey se puso de por medio, al amante no le quedó otra que, comenta Menéndez, agachar la cabeza: «Tengo que ofrecerle a mi señor un bien que no estoy en condiciones de disputar». Y así fue. La Calderona pasó a ser la favorita de Felipe IV. Hasta cuentan que la llevó al balcón de privilegio de la Casa de la Panadería, en la Plaza Mayor. Algo que no gustó a Isabel de Borbón, mujer del monarca, y por lo que éste tuvo que buscarle otro lugar algo más discreto: el balcón de la «Marizápalos», como se la conocía en honor a la canción.
Tuvieron un bebe que fue arrancado de los brazos de su madre y bautizado como «hijo de la tierra» por no querer reconocerlo el rey. Y ahí terminó el amor. Según ha indagado Menéndez, «el bastardo pudo ser una maniobra para lograr una descendencia que se le resistía»; porque, aunque no fue distinguido de primeras, Juan José de Austria sí terminaría con sangre azul. Felipe IV, despechado porque la actriz nunca dejó de querer a Núñez de Guzmán pese a que le traicionara, ordenó su ingreso en un convento, en el de Valfermosa de las Monjas, en la Alcarria, donde la intérprete perdería el contacto con la vida, el teatro, su vida.

A la carrera con el bandolero

Hasta aquí llegan los datos más o menos firmes de María Inés Calderón y comenzaría la leyenda. De inicio, se dijo que murió en clausura, ya bajo el nombre de doña María de San Gabriel, abadesa. Pero también se ha escrito que huyó: que logró, por un lado, escapar del mandato de Dios y fugarse, junto a un bandido, a la Sierra de la Calderona (Valencia) y, en otra versión, que regresó a Madrid, donde se acogería al gremio de actores: «Una especie de sindicato que daba un socorro a los intérpretes que estaban en malas condiciones o que ya eran mayores. Parece que hay datos de que la ayudaron. Lo que significaría que no murió en el convento como dijeron oficialmente».

Nada que ver con Calderón de la Barca

Los pocos datos concretos que hay de María Inés Calderón han servido para aumentar la leyenda. También respecto a su familia. No es raro encontrar por la red referencias a Pedro Calderón de la Barca como padre de la criatura. Pero ni mucho menos. Parece ser que, siendo muy pequeña, apareció en la puerta de Juan Calderón, un prestamista del mundo del teatro y padre de Juana, también actriz, aunque no de tanto renombre como «La Calderona».