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Bret Easton Ellis: cine, pornografía y “millennials”

El escritor se despacha a gusto en unas memorias desacomplejadas en las que critica a la «generación gallina», el cinismo de Hollywood, lo políticamente correcto y la extensión del pensamiento estandarizado que imponen las redes sociales y la «economía de la reputación»
gonzalo perezLa Razón

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La primera vez que entrevisté a Bret Easton Ellis vi cumplida esa vieja profecía que reza: si admiras a un escritor, más vale que no lo conozcas. Esperaba reunirme con una estrella americana, un rockero de la literatura, alguien que destroza las habitaciones de los hoteles, consume cocaína y tiene encerrada a una prostituta en el cuarto de baño mientras la pasma golpea la puerta de su habitación. Pero lo que me encontré fue un chico de jersey de cuello alto, el pelo repeinado y la amabilidad de un «maître».
Su gran «superhit», ese «best seller» irreverente que es «American Psycho», permanecía en la memoria al lado de Nirvana y «El Club de la lucha» y cuando acudí al encuentro con él traía en la cabeza la imagen que debía corresponder a una personalidad bronca y áspera, la que alentaba su propio mito y que, sin duda, debía acompañar al hombre que había creado a Patrick Bateman; vamos, un joven de temperamento incorregible y airado con los ideales americanos de los noventa. Lo último que pensaba es que iba a conocer a un escritor. La desilusión fue máxima.
Ahora el novelista regresa con «Blanco». Muchos de los que simpatizaron entonces con él empatizarán de nuevo con la voz que cala en estas memorias. Es un libro que rebosa una sinceridad algo irónica y un humor que en ocasiones roza la bordería, pero que resulta hasta divertida. Pertenece a esa clase de obras que a uno le permite reconciliarse con un autor del que se ha distanciado. Y es que este nuevo Bret Easton Ellis (debuta en la no ficción) proviene de la misma irreverencia que marcó sus orígenes. Se ve que ha disfrutado lo suyo despachándose contra la nueva sociedad de consumo, la cultura gratuita y siendo incorrecto. A algunos les podrá asustar verse reconocidos en algunos de sus criterios o ideas, lo que les indicará que, en cierta manera, comparten con él algunos aspectos generacionales. Pero hoy en día se agradece que alguien con tantas singladuras a la espalda reconozca lo que le gusta o no sin que esté pendiente en cómo le juzgarán en Twitter, si molesta a esta o aquella minoría o lo que, en definitiva, otro puedan opinar de él. Es lo bueno que tienen algunos que ya van algo pasados de vuelta, que les da igual casi todo.
Pensamiento único
Easton Ellis se mete aquí con todo lo que se le pone por delante, desde lo que denomina sin más «economía de la reputación», que «depende de que todo el mundo mantenga una actitud reverencialmente conservadora y eminentemente práctica: la boca cerrada y las faldas largas; discreción, y ni se te ocurra tener una puta opinión excepto la consensuada por la mayoría en ese momento. Es otro ejemplo del adocenamiento de nuestra sociedad», hasta lo que tilda, nada menos, que como «delito de pensamiento»: «Recuerdo una época en que podías dar una opinión apasionada y cuestionarte las cosas con franqueza sin que te considerasen un trol o un «hater» que debía ser expulsado del mundo civilizado si por casualidad llegabas a conclusiones distintas a las suyas (…). El mayor delito que se está perpetrando en este nuevo mundo es el de pisotear la pasión y silenciar el individuo».
Es especialmente ácido cuando arremete contra las empresas de lo gratuito, que, según él, están uniformizando el pensamiento y que explica así: «El hecho de que los servicios también nos puntúan a nosotros plantea la cuestión de cómo nos mostramos en internet y las redes sociales y de cómo los individuos pueden tanto etiquetarse a sí mismos como ser etiquetados (…).. Es el final lógico de la democratización de la cultura y el temido culto a la inclusividad, que insiste en que todo el mundo tiene que vivir bajo el mismo paraguas de leyes y normas; un mandato que dicta cómo todos nosotros deberíamos expresarnos y comportarnos».
Policía del lenguaje
Easton Ellis no rehuye ningún debate en este libro. Ni siquiera el del arte y su censura actual en diferentes medios o por distintos colectivos por suponer una ofensa y que conlleva unas funestas consecuencias: «La inclusión de todo el mundo en la misma mentalidad, la supuesta seguridad de la opinión masiva, la ideología que propone que todos deberíamos estar de acuerdo en lo mismo, en lo «mejor». Quizá envalentonado por todas estas páginas, este escritor, con cara de monaguillo, pero expresión de niño malo, se desata del todo y se saca de la manga un as nuevo para escandalizar cuando considera que se ha «comenzado a crear una autoritaria policía del lenguaje». Una manera de referirse a los «bienpensantes» o los distintos colectivos de ofendidos que ahora van por ahí proclamando su victimización (otra idea que pone a escurrir). Este Easton Ellis se enfada mucho cuando le tildan a uno de misógino por usar términos como «tetas» o «melones», y se canchondea mucho de la «histeria feminista», de su pesar o enfado por ver cómo los hombres se fijan en el físico de las mujeres: «Ahora la belleza parece una amenaza, algo que separa, que divide, en lugar de algo natural: personas que admiramos y deseamos por su aspecto, individuos que destacan del rebaño a los que adoramos a la belleza. Para muchos constituye un recordatorio de nuestras carencias físicas según lo que nuestra define como atractivo, bello, sensual». En este capítulo saca a colación, pero nunca para dirigirlas un piropo o una loa, a esas minorías que apelando siempre a la buena voluntad y las causas nobles, están amordazando la libertad de expresión y están imponiendo lo políticamente correcto.
Este Easton Ellis, irónico, desinhibido, que disecciona nuestra sociedad y afirma sin tapujos que la cultura actual en la que andamos inmersos tiene “miedo al diálogo”, también da cuenta de su vida y de diversos descubrimientos íntimos, como la pornografía (comenta que desde que puede obtenerse todo en internet ya no tiene el aliciente de lo prohibido y eso le ha quitado parte del interés), los mitos sexuales fundacionales de su adolescencia, como el hierático pero impresionante Richard Gere de «American Gigolo», o un advenedizo Tom Cruise, al que recuerda especialmente atractivo en la portada de una revista con todo su primer glamur. Pero junto a estas confesiones, que admite como si fueran recuerdos divertidos y sin importancia, leves pecados de la adolescencia, refiere sus alergias y gustos cinematográficos. Se muestra implacable con Kathryn Bigelow, de la que afirma que su único mérito es rodar películas de guerra como si fuera un hombre, y tampoco ahorra dedicatorias a la hipocresía de Hollywood, capaz de organizar ceremonias que reúne todas las ideologías,, pero después se rige por criterios únicamente empresariales.
La “generación gallina”
Para Easton Ellis el contrapunto al presente es el pasado. La mejor manera de saber, para él, es el antiguo criterio de la comparación. Recuerda cómo era la manera de vivir entonces y la superpone con la actual. Descubre de esta manera que la supuesta monotonía que rodeaba su infancia solo era una visión infantil. La inteligencia de alguien que aún estaba desprovista de experiencia. Reconoce que él se crío en libertad, lejos de la mirada de los padres, en una independencia que le permitió atesorar intimidades y secretos. Admite que hoy esa actitud es imposible: ¿quién es capaz de dejar a un hijo en la calle? Su despertar a las emociones siguió un recorrido semejante: fue individual, agreste, impulsivo, saltándose las normas y autorizaciones para repasar películas o leer revistas -tiene cuando descubre la colección de «Playboy» del padre, quien, por otro lado, le llevó al cine a los 14 años para ver «Desmadre a la americana»: «A él no le planteaban ningún problema la desnudez, el sexo con un menor, el humor picante (incluido el consolador que sostiene Otter), las pajas y las peleas de almohadas en topless ni la actitud general antisistema de la película, de la que parecía disfrutar enormemente»-.
Esta educación sentimental le ha permitido a Easton Ellis, que tampoco comparte la figura estereotipada que se da en los medios del homosexual (siempre simpático, gracioso, refinado, a la moda), compararse, sin ningún reparo, con los millennials. Con ellos es implacable. Los tilda de Generación Gallina (lo que, desde luego, no le habrá proporcionado nuevos lectores) y es especialmente duro con su extrema sensibilidad y la victimización en la que incurren los jóvenes. «Ese deseo en particular, el de ser niños, para siempre se me antoja un rasgo definitorio de la vida estadounidense actual». No se queda a gusto con eso y afirma: «La ansiedad y la necesidad emocional se convirtieron en los rasgos definitorios de la Generación Gallina» y lamenta sus carencias, las que les impiden «enfrentarse a los fracasos que todos conocemos con los años».

Trump y el postimperio

El novelista de «Menos de cero», que muestra su afinidad con Franzen, pero no con David Foster Wallace, al que da un par de collejas, dedica uno de sus últimos textos del libro a hablar del «postimperio». Una de sus características es la transparencia. La vida pública de un hombre supone en la actualidad tener una vida privada intachable. Este afán de ejemplaridad ha hecho que a personalidades y actores mayores no puedan competir o asumir con su pasado. Con el ejemplo de Charlie Sheen, demuestra cómo esta nueva obsesión puede acabar derrumbando a algunos. También se refiere al falso progresismo, de Hillary Clinton, por la que no sentía ninguna atracción, y por Trump, que nadie vio llegar y que él comprendió desde el principio que ganaría las elecciones presidenciales.

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