La profecía cumplida del Papa Sixto II
Motejado como el papa bueno o el pacífico, intuyó mejor que otros pontífices cuáles eran los peligros que se cernían sobre la silla de San Pedro
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Sixto II, el Papa número veinticuatro de la Iglesia Católica, se atusó la espesa barba, pensativo y cariacontecido. Estaba muy cansado. No eran tiempos fáciles, desde luego, y la situación duraba ya demasiado tiempo.
El Romano Pontífice, a quien algunos motejarían el Bueno y el Pacífico con toda justicia, sabía muy bien que sobre la Iglesia de Roma se cernían dos amenazas terribles en aquella época: de un lado, la persecución encarnizada de Valeriano, el todopoderoso emperador sin escrúpulos; y de otro, las propias intrigas internas que dividían y debilitaban a los cristianos perseguidos.
Sixto II no acertaba a distinguir cuál de las dos era más letal.
Del emperador Valeriano, ¿qué decir? A todos les sorprendió el edicto. Venían de una época de relativa calma, cuando de pronto el emperador arremetió contra ellos exigiéndoles no solo renunciar a su credo religioso, sino incluso ofrecer un sacrificio a sus dioses paganos. Muchos habían sido ejecutados ya por negarse a blasfemar contra Dios, mientras otros salvaron el pellejo por renegar de su fe.
Las malas lenguas atribuían el cambio radical de Valeriano a la necesidad de sanear las maltrechas finanzas del imperio con ayuda de los bienes confiscados a los cristianos más pudientes. Sea como fuere, allí estaba Sixto II entonces, sumido en la celebración de la Santa Misa en el interior de las catacumbas del Praetextatus, muy cerca de la Via Appia.
Desde su silla recordaba, emocionado, la firme promesa de Jesús: «Donde dos o más se reúnen en mi nombre, allí en el centro estoy Yo». Ese era su único consuelo en aquel momento. Solo la fe le ayudaba a aceptar esa terrible condena de vivir escondido en cementerios o grutas subterráneas, como el peor de los delincuentes, para poder rezar y renovar la pasión de Cristo en el altar, sin perder tampoco la esperanza de profesar la fe en libertad algún día.
Pero, aun así, Sixto presentía que se acercaba su final y experimentaba una enorme desazón por todo lo que aún le quedaba por hacer. Percibió entonces el eco lejano de los pasos soldadescos en su busca. Corría el 6 de agosto del año 258. Los emisarios de Valeriano, armados hasta los dientes, procedieron a capturarle instantes después. «Bendito seas siempre, Señor», prorrumpió el pontífice mientras le apresaban. Zarandeado por aquellos salvajes, el Obispo de Roma se sorprendió de su falta de miedo.
Solo le importaba su Iglesia y pedía a Cristo con todas sus fuerzas que velase por su rebaño sin pastor. En realidad, a Sixto II únicamente le inquietaba la amenaza interna en la Iglesia, es decir, el efecto corrosivo de las luchas de poder disfrazadas de discrepancias doctrinales que debilitaban a la sagrada institución desde sus mismos cimientos. Sin saberlo entonces, Sixto II pasaría a la historia por haber realizado una labor de reconciliación valiosísima.
Restablecer relaciones
No en vano, restableció las relaciones con Cipriano, Obispo de Cartago. La Iglesia de Roma y la del Norte de África volvieron así a entenderse después de largo tiempo. Al fin y al cabo, Sixto II hizo entender a Cipriano que una Iglesia no debía resquebrajarse por diferencias de criterio en el trato a los apóstatas que renunciaban a su fe, los llamados lapsis.
Sixto II fue conducido así ante las autoridades, que le condenaron a muerte junto con cuatro diáconos ejecutados también en el cementerio de Calixto, en la Vía Apia. Canonizado años después, Sixto II murió decapitado, pero antes de eso se cruzó con San Lorenzo, diácono de Roma, rumbo hacia el patíbulo.
Cuenta la leyenda, atribuida a San Ambrosio de Milán, que en aquel fugaz encuentro camino del martirio, San Lorenzo (el santo de origen español a quien más tarde rendiría homenaje Felipe II con su monasterio de El Escorial), le preguntó a Sixto II con afección: «¿Adónde vas sin mí, sin tu diácono, sin tu hijo y sirviente?». La respuesta del Papa debió helarle la sangre: «En cuatro días, tú me seguirás», profetizó Sixto II con mirada fulminante.
Y así fue: San Lorenzo falleció cuatro días después exactamente, el 10 de agosto del año 258, de forma tal vez aún más terrible que Sixto… ¡Asado vivo en una parrilla! La leyenda provenía, según la tradición, de San Ambrosio de Milán, Obispo de la localidad italiana, además de destacado teólogo y orador. Por si fuera poco, San Ambrosio ha sido reconocido como uno de los treinta seis doctores de la Iglesia Católica.