Roosevelt: aquel presidente de las charlas de chimenea
El mandatario estadounidense murió hace 75 años antes de culminar su éxito: 18 días después se suicidó Hitler, cuatro semanas más tarde capituló Alemania, al cabo de cinco meses lo hizo Japón y tras siete meses se fundó la ONU
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Con Roosevelt desaparecía el que muchos historiadores consideran el mejor presidente de los Estados Unidos. F. D. Roosevelt (Nueva York, 30 de enero de 1882-12 de abril de 1945 Little White House, Georgia, EE. UU.), el único presidente estadounidense elegido cuatro veces, pertenecía a una familia neoyorkina distinguida política, profesional y económicamente (era primo lejano y sobrino político del presidente Theodor Roosevelt). Gracias al trampolín familiar y a su brillante inteligencia y tenacidad Franklin, medró en el ambiente político estadounidense y subió como la espuma dentro del Partido Demócrata. Ya era senador a los 28 años y, a los 30, subsecretario de Marina bajo la presidencia del demócrata Woodrow Wilson. Pese a ser el segundo en ese departamento pronto impuso sus criterios y fue el gran impulsor de la Marina USA durante la Primera Guerra Mundial. Durante los seis años en que desempeñó el puesto se convirtió en un experto de primera magnitud en cuestiones navales tácticas, estratégicas, técnicas y logísticas que le servirían para desarrollar la apabullante supremacía naval estadounidense. Pero ambicionaba mucho más y se abrió paso hasta optar a la vicepresidencia en las elecciones de 1920, pero los demócratas cotizaban a la baja y ganaron los republicanos, lo mismo que en 1924 y 1928, pero si los «Felices Veinte» resultaron nefastos para Roosevelt en política, también lo fueron para su salud: enfermó de poliomielitis y quedó parcialmente paralítico.
Con enorme fuerza de voluntad aprendió a andar con muletas, a sostenerse en pie con un bastón y a desplazarse en silla de ruedas, de modo que, en 1928, consiguió la gobernación de Nueva York, que desempeñó hasta 1932. Justamente en esos años se agostó «la prosperity» y el país entró en uno de los momentos más críticos de su historia a causa del Crack de 1928 y de la Gran Depresión. El primero arruinó a millón y medio de familias; la segunda, entre 1929 y 1932, asoló la agricultura, quebró a cuatro mil bancos y a más de cien mil empresas, redujo a un 65% la producción industrial y mandó al paro a 15 millones de obreros. La pobreza y un insondable pesimismo se adueñaron del país.
El camino de la guerra
Roosevelt analizó la naturaleza de la enfermedad que aquejaba a Estados Unidos: para salir de la penuria económica era imprescindible recuperar la ilusión y en esa dirección desarrolló su campaña presidencial de 1932: el New Deal (el nuevo trato), una manera de hacer política, de ilusionar al país, de ponerlo en marcha. Ganó cómodamente las elecciones y desde la Casa Blanca impulsó reformas monetarias, comerciales, agrícolas, industriales… En muchos campos (bancario, inmobiliario, obras públicas, salarial, servicios sociales, seguridad social) su intervencionismo levantó ampollas entre los republicanos, los empresarios y las capas más conservadoras de la sociedad, como la supresión de la Ley Seca –más perjudicial que beneficiosa– que, había privado al Tesoro de los ingresos del impuesto sobre el alcohol... Por todo ello, se acusó a Roosevelt de ultra liberal, populista, oportunista, socialista y dictatorial; los 374 reglamentos del New Deal le convirtieron en el hombre más odiado del país, pero, también, en el más querido.
En sus «Charlas junto a la chimenea» el presidente se dirigía por radio a sus conciudadanos como si estuvieran juntos, en zapatillas, ante la chimenea, hablando directamente a cada uno de ellos de forma familiar, sencilla, directa, tratando no solo de convencerlos con sus argumentos sino, también, de conquistar sus corazones. Por eso, su política les llegaba, sentían la paulatina mejoría económica que en 1936 había alcanzado el nivel anterior a la crisis y que, en cuatro años, había creado cinco millones de empleos, aunque aún había diez millones de parados (17,8%). Las urnas mostraron el resultado: Roosevelt barrió a los republicanos y logró la mayoría en ambas cámaras. Mientras avanzaba en la recuperación interna, Roosevelt observaba el panorama internacional: la Sociedad de Naciones era inoperante y, aunque tuvo tentaciones de reactivarla con la incorporación estadounidense, optó por la intervención directa: en abril de 1939, dirigió a Hitler y a Mussolini un llamamiento a la paz y al cese de sus políticas agresivas, recibiendo la burla despectiva de ambos. No se lo perdonaría. A Japón le exigió su retirada de China bajo la amenaza de un embargo de petróleo, chatarra y minerales metálicos, lo que efectuó ante el rechazo de Tokio. Intuía que la guerra sería inevitable por lo que incrementó los presupuestos militares y emprendió una sigilosa política para la renovación de su flota y el diseño de una aviación superior a cuanto entonces volaba.
Cuando estalló la guerra, Roosevelt soslayó las llamadas de auxilio francesas y británicas para que se implicara, pero arbitró la ley (noviembre, 1939) Cash and Carry, por la cual proporcionaría armas y pertrechos a los amigos que los pagaran y se los llevaran. Tras la capitulación de Francia, aquello fue insuficiente y, además, Gran Bretaña estaba agotando sus reservas, por lo que sufrió fuertes presiones intervencionistas, pero se hallaba ante nuevas elecciones y los republicanos levantaban la bandera aislacionista, acusándole de conducirles a la guerra con el incremento del presupuesto militar, la renovación de la flota y el reclutamiento de dieciséis millones de soldados. Roosevelt tuvo que comprometerse a mantener la neutralidad y con ello ganó sus terceras presidenciales. El «premier» británico, Winston Churchill le felicitó a la vez que le pidió socorro, demostrándole que su resistencia frente a Berlín y Tokio beneficiaba a Estados Unidos; sin ella, Japón se apoderaría de Asia y Oceanía y el III Reich, de África, ¿Cómo podría contener a semejantes enemigos que dispondrían de recursos ilimitados? Roosevelt, a su regreso de unos días de vacaciones, contó en sus «charlas» la historia de la manguera: mi vecino me pide que le preste mi manguera porque se le está quemando la casa y yo no exijo que me la pague; se la prestó y ya la recuperaré. La parábola se entendió: Gran Bretaña estaba amenazada, necesitaba la manguera y debían prestársela para que no se extendiera el fuego.
El 29 de diciembre de 1940, el presidente advirtió del peligro nazi en su «charla junto a la chimenea»: «No escaparemos al peligro metiéndonos en la cama y tapándonos la cabeza con las mantas. Una nación no puede alcanzar la paz con los nazis más que a costa de una abdicación total (...) Es imprescindible que nos convirtamos en el gran arsenal de las democracias». El enorme respaldo a su mensaje sacó adelante la Ley de Préstamo y Arriendo, que proporcionó a Gran Bretaña, URSS, China y Grecia 296.000 aviones, 87.000 blindados, 315.000 cañones y millones de fusiles, de vehículos, de toneladas de munición, de combustible de materias primas y de medicamentos. Y, por añadidura, los medios para transportarlos: Roosevelt cedió a Churchill 50 destructores «a cambio de sus bases en Islandia y Groenlandia», con los que se organizaron los convoyes protegidos para Gran Bretaña.
Los “días de la infamia”
Estados Unidos se había situado al borde de la guerra. El empujón se lo dio Japón con el bombardeo de su base de Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941. Roosevelt calificó como «Días de la infamia» aquel ataque sin previa declaración de guerra y el país clamó «¡Venganza!», de modo que al día siguiente Washington declaró la guerra a Tokio, mientras Hitler, convencido de que lo de Pearl Harbor era decisivo, dio rienda suelta a su resentimiento por el auxilio norteamericano a Gran Bretaña y declaró la guerra a Estados Unidos el 11 de diciembre de 1941. Tardaría meses en verse con claridad, pero en aquel momento se decidió la Segunda Guerra Mundial: en 1942 los aliados desembarcaron en el Norte de África, en 1943, en Italia, en 1944, en Normandía… Y en ese lapso de tiempo Roosevelt, junto con Churchill y Stalin, decidía el destino de los vencidos en Teherán y Yalta. Roosevelt no pudo ver el final, pero el país que tomó doce años antes deprimido y arruinado salió de la guerra como vencedor y primera potencia mundial.