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«Pan y circo»: por qué los políticos quieren que vuelva el fútbol

El poeta Juvenal reflejó en una sola frase el espíritu de los gobernantes de promover el ocio colectivo como vía de escape de asuntos de más peso
La RazónLa Razón

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Por una razón que tal vez no resulte difícil de comprender, a los gobernantes les ha interesado tradicionalmente promover un ocio colectivo, no precisamente enriquecedor, entre los ciudadanos. Es una vía de escape o de olvido de otros asuntos acaso más perentorios que, de recibir la atención merecida, quizá harían que la ciudadanía se implicara en una solución de sus problemas reales. «Pan y circo», como decían los romanos: «Pan y toros», según el castizo dicho de los ilustrados españoles o, tal vez de forma más actual, «pan y fútbol». Mientras haya un entretenimiento baldío y se cubran unas necesidades básicas, parece decirnos la historia de esta expresión, bien está para ciertos responsables políticos.
Hoy como ayer, ante la rampante crisis del coronavirus: uno podría pensar que lo más urgente es hacer pruebas médicas, dotar al sistema sanitario de la máxima eficiencia, invulnerabilizar a nuestros mayores, recuperar la cultura ciudadana y, de forma ya inaplazable, tomar medidas urgentes para recobrar el pulso de la enseñanza en las escuelas y universidades: especialmente, urge ocuparse de una generación de niños de primaria que pueden sufrir daños pedagógicos y seguramente psicológicos de difícil reparación. Pero, sorprendentemente, parece ser más prioritario empezar de nuevo con fútbol, deporte al que se sigue dedicando un espacio inverosímil en las noticias en todos los medios en un momento tan dramático. No es casual que sea así.
«Pan y circo». La frase proviene del poeta satírico Juvenal, que vivió en la gran urbe romana entre los siglos I y II de nuestra era y de cuya vida poco se sabe más allá de lo que cuenta en su obra. A menudo se queja en sus versos de las condiciones de vida en Roma y también hace crítica social y de costumbres: lamenta profundamente, con nostalgia republicana que comparten otros escritores de edad imperial, que en su época el conformismo de la ciudadanía corre pareja con la falta de libertades políticas, de forma que no se sabe cuál vino antes. En su Sátira X (77-81) se encuentra la expresión que iba a devenir proverbial: «Panem et circenses», es decir, «pan y circo». Dice el pasaje: «Desde hace tiempo –exactamente desde que no hemos de vender a nadie el voto–, este pueblo ha perdido su interés por la política, y si otrora concedía mandos, haces, legiones, en fin, todas las cosas, ahora se deja hacer y solo desea con avidez dos cosas: pan y circo».
En efecto, la suya fue una época de expansión del Imperio, tras la paz impuesta por Augusto que puso fin a varios lustros de guerras civiles. El final de la República, es cierto, había sido un hervidero de disputas políticas, conflictos y luchas antagónicas entre grandes caudillos, desde Mario y Sila a Antonio y Octaviano, pasando por Pompeyo y César: pero también fue la era de la literatura clásica de Cicerón y Salustio, el despegue de la filosofía romana, el del gran estilo de los frescos pictóricos y otros grandes desarrollos de la arquitectura y la ingeniería. Sin embargo, como sabemos, el debate entre libertad y seguridad se dirimió, por la fuerza, en favor de la segunda. Ganó en poder un Estado omnipotente y omnipresente, una maquinaria totalizante, en detrimento de las libertades. Y también desde entonces triunfó otro tipo de ocio, lejos del educado «otium cum dignitate» de Cicerón y de los intelectuales romanos de la «nobilitas» patricio-plebeya que fue la médula espinal de la deslumbrante República, que sienta las bases de la gloria de Roma, como recuerda Josiah Osgood en «Roma. La creación del Estado mundo» (Desperta Ferro, 2019).

La herencia griega

Las carreras de carros fueron herencia del mundo griego y los juegos gladiatorios una derivación bestial de sus «agones». Para hacerse una idea del abismo ético y cultural que media entre el atletismo griego y los espectáculos romanos, de carreras, fieras y combates, en el circo y el anfiteatro romanos, basta leer investigaciones como las recientes de Fernando García Romero («El deporte en la Grecia antigua», Síntesis, 2019) o María Engracia Muñoz Santos («Animales in Harena», Confluencias, 2017). En el primero la excelencia individual estaba en juego; pero en Roma era un espectáculo para masas con pretensiones de anulación espiritual. En efecto, este entretenimiento fue promovido por los gobernantes romanos para mantener a la plebe contenta y controlada. Si bien hay precedentes claros de su uso político en la República, será durante el Imperio cuando se atestigüe un espectacular desarrollo.
Entonces nace el precedente de nuestro ocio de masas moderno: con el auriga como estrella para la sociedad recuerda al futbolista de élite y el circo como herramienta de control y dominio social, con sus banderas, hinchadas y cánticos, no está lejos de los estadios actuales. Todos recordamos las deslumbrantes recreaciones cinematográficas del Circo Máximo en la antigua Roma que nos ha legado el cine gracias a las diversas versiones fílmicas de Ben-Hur, la exitosa novela de Lewis Wallace (1880), desde las clásicas de Fred Niblo (1925) y William Wyler (1959) a la última de 2016. Ahí se evoca la pulsión popular por este espectáculo, al que podían acceder los ciudadanos más pobres. El público se organizaba en facciones fanáticas que apoyaban a cada auriga, que competía bajo diversos colores –azules, verdes, blancos y rojos– llegando a protagonizar enfrentamientos violentos tanto en Roma como en Bizancio, la Nueva Roma, que heredará la pasión por las carreras de carros en el famoso Hipódromo de Constantinopla, algunas de cuyas estatuas se pueden ver aun hoy en la Basílica de San Marcos de Venecia. Una historia de la vieja y la nueva Roma en torno al circo se puede leer en el estupendo ensayo de David Álvarez titulado precisamente «Panem et circenses» (Alianza 2018), que precisamente enfatiza el parecido entre el circo romano y el estadio de fútbol actual como fenómeno histórico y sociológico.
Cuán lejos está este ocio estéril –el puro «entretenimiento» que reflejan las carreras– de lo que los antiguos recomendaban como ocio de bien para el ciudadano: los griegos hablaban del ocio como la «scholé» (de donde viene la palabra «escuela»), contrario al trabajo («ascholía», es decir, «no-ocio») un momento para cultivarse y cuidar de la mente. Los romanos de un «otium» formativo del espíritu, opuesto al «negotium» (otro «no-ocio»), lejos de las masas a las que los poderosos adulaban con fiestas y espectáculos, al que debía dedicarse el hombre de bien. En ambos casos, en Grecia y Roma, este ocio noble era humanístico, científico y artístico, por un lado, pero también implicaba, por otro, el ocuparse de la cosa pública.
El interés por pensar en la mejor comunidad política posible, ciertamente, ocupó este ocio desde el simposio griego a la teoría política ciceroniana. Pero cuando las libertades acabaron se potenció una Roma brutal, del circo y del anfiteatro, la misma arena donde se sacrificaron por diversión gladiadores, animales y presos varios, de conciencia o no (como los cristianos). De ahí el desarrollo de un ocio mal entendido, entretenimiento vacío, arma de propaganda, embrutecimiento y dominación. Qué gran modernidad, podríamos pensar, la de estos romanos: ellos no conocieron el omnipresente fútbol, los programas del corazón y los «realities», pero fueron precursores de nuestra idea de actual de un ocio de masas, fomentado por el poder, alienante y ajeno a cualquier ejercicio intelectual. Es claro que los políticos siguen queriendo, siglos después, mantener al pueblo entretenido de una manera fácil: priorizar el fútbol en esta terrible crisis antes que otro tipo de ocio es una señal inequívoca.

Haya pan y haya toros

En la historia, el opio del pueblo ha tenido muchos nombres. A comienzos del XIX, escribe León de Arroyal, en una parodia a una obra chauvinista: «Haya pan y haya toros, y más que no haya otra cosa. Gobierno ilustrado: pan y toros pide el pueblo (…) para hacer en lo demás cuanto se te antoje in secula seculorum. Amen». Hoy es pan y fútbol. Pero no solo el omnipresente deporte adormece las mentes. Por pocos euros al mes tenemos un aluvión de series banales que nos evitan leer o pensar, música a raudales en Spotify, más canales y películas de las que podríamos ver en varias vidas, y un sinfín de entretenimientos que, sin pensamiento crítico, resultan baldíos.