¿Pueden hablar los blancos del dolor de los negros?
El mundo del arte empieza a canalizar el dolor generalizado de las protestas raciales surgidas en Estados Unidos por la muerte de George Floyd. En 2017 tuvo lugar una controvertida performance en la Bienal Whitney Museum que ya preludiaba el debate de legitimidad de los creadores blancos
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La secuencia de acontecimentos es por todos conocida: un policía de Mineápolis acaba con la vida de George Floyd tras mantener la rodilla presionada sobre su cuello durante más de ocho minutos. La grabación en vídeo de este exceso se hace viral y da lugar a multitud de protestas antirraciales, por parte de la comunidad afroamericana, a lo largo y ancho de Estados Unidos. Desde el asesinato de Martin Luther King, la indignación de la población negra no se había trasladado de una manera tan intensa y prolongada a las calles. No se trata de una muerte más. Al igual que sucedió con la imagen del cuerpo del pequeño Aylan Curdi –desencadenadora de una ola mundial de concienciación sobre el drama de los refugiados–, el asesinato de George Floyd ha escalado en pocos días al nivel de una imagen emblemática, capaz no solo de transmitir toda la brutalidad racista instalada en las arterias del “american way of life”, sino de movilizar una acción social de magnitudes todavía imprevisibles.
La inmensa mayoría de los participantes en estas protestas son individuos afroamericanos. Son ellos el objeto de la violencia, y son ellos los que han decidido convertirse en sujetos de la denuncia. Aunque, por empatía y solidaridad, no son pocos los blancos que se han sumado a las manifestaciones, la población negra ha comprendido que es “ahora o nunca”, y que su voz –y solo la suya– debe ser alzada con la legitimidad y el vigor que le otorgan 400 años de oprobio normalizado.
El dolor está en plena ebullición y aún es muy pronto para construir discursos reposados que destilen las razones de la ira. No es de extrañar que, en las próximas semanas, el mundo del arte comience a alumbrar obras que reflejen este momento histórico, este escalofriante homicidio que ha devuelto la realidad del racismo al primer plano de los asuntos urgentes y que más queman en las manos de los gobernantes. Y, cuando este día llegue, ¿qué es lo que sucederá? ¿Será el sujeto afroamericano el encargado de expresar el dolor de su comunidad o, por el contrario, surgirán otras voces que quieran participar de este proceso de reflexión y concienciación?
Formas oportunistas
Dicho de otro modo: ¿qué es lo que ocurriría si un artista blanco quisiera expresar su punto de vista sobre la muerte de George Floyd? ¿Estaría legitimado? ¿Manejaría las suficientes experiencias como para que su propuesta resultara verosímil? ¿Suscitaría el recelo de la comunidad afroamericana, harta de que los blancos solo se interesen por sus dramas de una manera oportunista y para sacar provecho social y económico de ellos? Todas estas interrogantes –por completo apremiantes, pero ahora mismo en un segundo plano por la incandescencia del dolor– se resumen en una última: ¿son los creadores negros los únicos éticamente capacitados para hablar de la violencia racista de la que son históricamente objeto?
La Bienal del Whitney Museum de 2017 pasará a la historia del arte contemporáneo por proporcionar una de las últimas grandes polémicas que han removido las anodinas aguas de este sector. Entre las obras seleccionadas por los comisarios Christopher Y. Lew y Mila Cerraduras se encontraba “Open Casket”, de Dana Schutz. En esta pintura figurativa se podía contemplar la interpretación que la norteamericana realizó de una de las fotografías incrustadas en el imaginario colectivo de la comunidad afroamericana: la del ataúd con el rostro desfigurado de Emmet Till. Till era un adolescente negro que, en 1955, fue asesinado a los 14 años, en Mississippi, por el simple hecho de coquetear con una mujer blanca. Su cuerpo mutilado fue encontrado, tres días después del crimen, por varios pescadores en el río Tallahatchie.
Debido precisamente al enseñamiento con el que los criminales blancos destrozaron el cuerpo de su hijo, la madre de Emmet Till decidió que, durante el funeral, el ataúd permaneciese abierto para que todo el mundo pudiese comprobar el alcance del odio racista. Las imágenes que se obtuvieron del cadáver resultaron lo suficientemente elocuentes y turbadoras como para que, de inmediato, pasaran a formar parte del santuario visual de la comunidad afroamericana. Este relato de antecedentes supone un paso previo imprescindible para comprender lo que sucedió cuando una artista blanca como Dana Schutz se atrevió a hacer uso de las fotografías que mostraban la violencia racista ejercida contra Emmet Till.
La protesta de Hannah Black
Nada más exponerse, fueron varios los activistas afroamericanos que exigieron la retirada inmediata de la obra. La artista negra Hannah Black fue una de las figuras que más se implicó en las protestas. Una de sus acciones más relevantes y mediáticas fue la performance realizada delante del cuadro de Schutz. Vestida con una camiseta gris en la que rezaba la leyenda “Black Death Spectacle” (“El espectáculo de la muerte negra”), se situó frente la obra, tapándola con su cuerpo, mientras el público se situaba tras ella.
Esta acción de protesta fue acompañada de una carta que la propia Black dirigió a la organización de la Bienal y en la que explicaba las razones por las que se hacía urgente la retirada de la pieza de Schutz: “Aunque es posible –declaraba– que la intención de Schutz fuera presentar el remordimiento blanco, este remordimiento no está correctamente representado en la forma de una pintura de una artista blanca sobre la muerte de un chico negro; aquellos artistas no negros que deseen sinceramente poner de manifiesto la naturaleza vergonzosa de la violencia blanca deberían, ante todo, dejar de utilizar el dolor de los negros como su materia prima. Este asunto no incumbe a Schutz; la libertad de expresión y la libertad creativa de los blancos se han fundado en las limitaciones de los otros, y no forma parte de sus derechos naturales. La pintura debe irse”. Otras voces de la sociedad afroamericana adujeron que si la intención de los artistas blancos era ayudarles, en lugar de apropiarse de su dolor, habrían de utilizar su posición de poder para aumentar la presencia de figuras negras en puestos relevantes.
La ira del activismo
En su defensa, Schutz argumentó que no albergaba ningún propósito oportunista, y que su intención no era utilizar la muerte de un negro para adquirir notoriedad y lucrarse. Aquello que le condujo a realizar una obra como “Open Casket” fue intentar comprender, desde la óptica de su propia maternidad, el dolor de una madre que había perdido a su hijo. Solo un año más tarde, el “caso Schutz” se reprodujo de una manera casi milimétrica. Una de las obras finalistas del Premio Turner –"Autoportrait", del neozeolandés Luke Willis Thompson– despertó de nuevo las iras de varios colectivos activistas afroamericanos al mostrar, en una proyección en 35 mm, la figura en medio cuerpo de la novia de Philando Castle, un joven negro que murió por los disparos de agentes de la policía en otro caso de violencia racista retransmitida vía streaming a través de Facebook.
Durante la inauguración de la muestra, miembros del colectivo BBZ hicieron acto de presencia con camisetas que lucían el lema: “El dolor negro no tiene fines de lucro”. Una vez más, la cuestión anteriormente planteada volvía a resurgir en términos casi maniqueos: ¿solo los negros están legitimados para expresar el dolor negro? Si esto es así, ¿cómo se podrá extender su causa al conjunto de la sociedad? ¿Corremos el riesgo de convertir la denuncia de la violencia en un gueto del que están excluidos todos aquellos que no pertenezcan a una comunidad étnica específica? ¿Es imposible comprender y hacer propio el dolor de los demás? El debate está abierto.
Una artista cuestionada por la comunidad afroamericana
Un caso diferente y especialmente significativo es el de la artista afroamericana Kara Walker. Sus pinturas de siluetas negras de tamaño real (como la de la imagen) se centraron en un periodo tan traumático para la población negra norteamericana como el de la esclavitud. Sin embargo, en contra de la lectura hegemónica que la comunidad afroamericana efectuó de este episodio –cuyo emblema y máximo paradigma sería la célebre fotografía del esclavo Gordon, con su espalda convertida en un bajorrelieve por la cantidad e intensidad de los latigazos–, la mirada de Walker se centró en las experiencias sexuales vividas por las negras en un contexto de sometimiento como fue el de la esclavitud. Este cambio de perspectiva le trajo un aluvión de críticas por algunas de las voces más prominentes de su comunidad, que consideraban su relato de la esclavitud como traidor al sufrimiento de sus hermanos.