La historia en miniaturas: Napoleón y sus «malas» compañías
El «pequeño cabo» cometió varios errores que le costaron caro en la batalla fundamental de su carrera
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El miniaturismo histórico es un hobby fascinante que desde mi adolescencia ha sido fuente de evasión durante incontables horas pintando miniaturas, protagonista de tardes de solaz con amigos recreando batallas históricas y acicate que siempre ha espoleado mi interés por la Historia. Pero también es un magnífico vehículo didáctico que sirve para explicar acontecimientos del pasado, como si de un lienzo se tratara. ¿Se puede explicar una de las batallas más célebres, de la que han manado ríos de tinta, a partir de media docena de miniaturas? Más que eso, esta viñeta del estado mayor de Napoleón de la marca británica Perry Miniatures (en España, a la venta en Atlántica Juegos, 9,25€ sin pintar) nos cuenta las razones del desastre francés en Waterloo el 18 de junio de 1815.
Que no sea Napoleón, sino el mariscal Ney, quien ocupe el centro de la viñeta ya habla por sí mismo. Michel Ney, identificable por su característica cabellera pelirroja, el hijo de un tonelero que había ascendido de soldado a mariscal del Imperio por méritos propios, era uno de los favoritos de Napoleón. «El más valiente de entre los valientes» se había convertido en leyenda viviente defendiendo la retaguardia francesa durante la retirada de Rusia en 1812. Tras la primera abdicación de Napoleón en 1814 pasó al servicio de Luis XVIII, al que prometió traer al corso enjaulado cuando este escapó de su exilio en la isla de Elba para regresar a Francia. Sin embargo, lejos de enfrentarse a Napoleón, se le uniría tan pronto como se encontró con él. Mariscal de probado coraje aunque no muy sobrado de talento, en la campaña de los Cien Días recibió el mando de todo el ala izquierda francesa: el 16 de junio combatió a los anglo-aliados en Quatre Bras mientras Napoleón aplastaba a los prusianos en Ligny y, dos días más tarde, en Waterloo, asumió en la práctica el mando del ejército francés, una tarea que a todas luces le venía grande. Primer error de Napoleón. Este, por su parte, se encuentra a la derecha de la viñeta, indicando el rol ausente y errático que, supuestamente aquejado de dolencias, tuvo durante muchos compases de la batalla. Conversa con el mariscal Jean-de-Dieu Soult, cuyo talento como saqueador ensombrecía su mediocridad como comandante de campo.
De carácter egocéntrico e irresoluto, y enemistado con Ney desde hacía años, no eran precisamente las virtudes necesarias para el delicado empleo que debía desempeñar, el de jefe de Estado Mayor, cuya importancia era vital en una época en la que las comunicaciones aún se hacían por mensajes escritos: transmitir de forma clara y meridiana las órdenes del emperador. Segundo error de Napoleón. Tras ellos, vistiendo su uniforme azul cielo de ordenanza imperial, tenemos a Gaspar Gourgaud, edecán personal de Napoleón, que, sabedor de lo lejos que quedan los tiempos gloriosos, no puede ocultar su rostro de preocupación. Volviendo a Ney, este conversa con el general Antoine Druot, al que si de algo se podía acusar no era precisamente de novato: era uno de los pocos oficiales, junto con el español Álava, que combatieron tanto en Trafalgar como en Waterloo.
Sin embargo, en 1815 también estrenaba mando –¡y vaya mando!–, el de la Guardia Imperial, en sustitución de un Mortier aquejado de ciática. Cuentan las malas lenguas que fue él quien convenció a Napoleón de retrasar la hora de inicio de la batalla para permitir que se secara el terreno tras la tormenta de la noche anterior. Este hijo de panadero, que se había formado en la escuela de artillería, sabía de la superioridad artillera francesa, cuyas balas de 6 y 12 libras segaban las filas enemigas en letales trayectorias rebote tras rebote. Pero no en ese suelo embarrado. Tercer error y quizá el más crucial (y también el más controvertido en la mitología «Waterloniana»).
Dicho retraso no mejoró el estado del terreno, pero sí permitió la llegada al campo de batalla de los prusianos cuando Wellington estaba al borde del abismo. Si Soult estrenaba empleo como jefe de Estado Mayor no fue por capricho. El incansable, brillante y concienzudo Louis Alexandre Berthier, mano derecha de Napoleón desde 1796, había muerto ese 1 de junio tras caer de un tercer piso. ¿Suicidio o asesinato? Y si la ausencia de Berthier fue determinante, no menos lo sería la de Louis Nicolas Davout, el Mariscal de Hierro, que el 14 de octubre de 1806, con tan solo un cuerpo de ejército, había contenido y derrotado en Auerstädt a un contingente prusiano que lo triplicaba en número, mientras Napoleón batía a placer (y en superioridad numérica) al resto del ejército prusiano en Jena.
¿Qué demonios hacía su brillante calva en París en 1815, mientras que los prusianos, machacados en Ligny, fueron capaces de reorganizarse y escabullirse en las narices del inútil de Emmanuel de Grouchy, enviado en su persecución, y llegar a tiempo de salvar el pellejo a Wellington en Waterloo? ¿Y dónde diantres estaba Louis Gabriel Suchet, uno de sus pocos generales que salió de España con su reputación inmaculada? Ney, Drouot, Soult, Grouchy… ellos han sido los chivos expiatorios de un desastre anunciado que tuvo un único responsable. Napoleón nunca fue de compartir la gloria con terceros, y en Waterloo nadie podría hacerle sombra. Su ambición sería también su ruina.
Para saber más...
«Waterloo 1815» (Desperta Ferro Moderna), Nº16, 68 páginas, 7 euros.