No moriré del todo
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Hay páginas de la vida que no querríamos pasar nunca pero no está en nuestras manos no hacerlo. Hoy toca afrontar una de esas dolorosas emociones, tan solo compensada por el recuerdo de todo lo que vivimos juntos. Fui alumno de Don Francisco (Francisco Rodríguez Adrados), como lo llamábamos los que nos sentíamos cerca de él, en el año 1973, cuando cursaba segundo de comunes en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense. Y por tanto, de acuerdo con la costumbre seguida entre los profesores de Griego de ese Departamento, me correspondió seguir siendo alumno suyo todos los años de la carrera de Filología Clásica; en algunos cursos, por partida doble pues además del Griego hice con él la asignatura de Indoeuropeo. Y además, seguí su asignatura sobre la Fábula grecolatina de los extintos cursos de Doctorado. Desde entonces, muchos de los mejores momentos de mi vida académica –y también de la no académica– los viví junto a él, especialmente desde que me llamó para que formara parte de la junta directiva de la SEEC en calidad de secretario nacional ya en los años noventa.
Trabajábamos codo con codo en largas reuniones semanales donde siempre ocupaba un lugar de preferencia el asunto interminable, y a veces tedioso por lo incomprensible de la indiferencia de nuestras autoridades, de la situación de los estudios clásicos en la Enseñanza Secundaria. Pocas cosas le inquietaban más y eso que le inquietaban muchas. A pocos asuntos les dedicó tantos esfuerzos. Redactamos un manifiesto en defensa de las Humanidades y logramos un apoyo muy significativo. Su voz, acompañada por la nuestra, llegaba a las más altas instancias de este país. Y se lograba, reforma educativa tras reforma educativa, salvar los muebles. Éramos la envidia de los colegas de otros países, donde esos estudios corrían peor suerte. Nada se logró sin esfuerzo; nada hubiera sido posible sin el tesón inquebrantable de Don Francisco. Pero también estaban sus famosos viajes, pues él era un sabio convencido de que no todos los saberes están en los libros –y él escribió muchísimos– y de que los filólogos clásicos debían pisar, ver y disfrutar el mundo del que hablaban.
Desde que me llamó para que le acompañara a Egipto, visité a su lado aprendiendo de él y de sus portentosas lecciones impartidas en los más recónditos lugares, Camboya, Tailandia, la India, Ceilán, Turquía, Rusia, Bulgaria, Rumanía, Grecia, Italia, Malta, Libia... Pero recuerdo muy en especial un viaje en el que recorrimos los dos solos en un Ford Ka alquilado buena parte de Sicilia. Visité a su lado por primera vez Palermo, Segesta, Erice y Trapani, Marsala y la isla de Motzia, Selinunte y Agrigento. Quería enseñármelo todo y yo quería que me lo enseñara todo. Y las semanas veraniegas pasadas en la isla de Quíos. Yo aprendía de él sin parar. Imposible evocar aquí y ahora todos esos momentos y las mil anécdotas a ellos asociadas. Los guardo con infinita gratitud en un rincón muy especial (y muy grande) de mi corazón. Otros dirán de su obra colosal, de su sabiduría omnicomprensiva, de su libertad de palabra, de sus convicciones inquebrantables, de su lucha constante por las Humanidades en general y por los estudios clásicos en particular, de su muy especial sentido del humor. Yo me quedo ahora con su firme ejemplo de vida, que me ayudó a ser lo que soy. Gracias, Don Francisco; y hasta siempre pues le oigo decir con más razón que otros: «Non omnis moriar» («No moriré del todo»).