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Adrados: cómo declinar al último sabio

Maestro de generaciones, ayer falleció a los 98 años. El académico de la RAE y la Real Academia de Historia fue una referencia en los estudios clásicos

Rodríguez Adrados, en la nutrida biblioteca de su residencia madrileña
Rodríguez Adrados, en la nutrida biblioteca de su residencia madrileñaJesús G. FeriaJesús G. Feria

Ayer falleció el gran filólogo clásico Francisco Rodríguez Adrados, el mayor valedor en España de las lenguas clásicas y, en concreto, de la lengua y cultura griegas. Además de su enorme dimensión académica –fue el filólogo clásico más conocido en el panorama internacional durante su larga vida y su erudición le llevó a escribir sobre los temas más variados en los estudios clásicos–, es muy recordado, además, por el gran público por su incansable labor en defensa del estudio de las lenguas clásicas, frente a las sucesivas reformas educativas que han mermado su importancia. Adrados nació en Salamanca en 1922 y cursó estudios de Filología Clásica en la Universidad de Salamanca, doctorándose después por la Complutense. Su currículo académico es impresionante y aun más el número y la variada temática y alcance de sus libros y artículos. Realizó la típica carrera docente de su tiempo, comenzando por ganar una cátedra de Instituto y pasando luego a ser catedrático en las Universidades de Barcelona y Complutense, desde donde impartió docencia hasta su jubilación.

Maestro de maestros, desde su cátedra en el Departamento de Filología Griega (hoy, Clásica) de la Complutense trabajó incansablemente como parte de la generación de oro de la filología clásica española. Su trabajo tuvo una enorme proyección internacional y su magisterio dejó una larga estela de brillantes alumnos –los grandes filólogos de hoy– que han perpetuaron su escuela. Su obra científica es enorme y sus libros son clásicos ya de la disciplina, con los que varias generaciones de filólogos clásicos –también quienes no tuvimos la suerte de tenerlo como profesor– han podido disfrutar de su magisterio. Pienso en sus estudios sobre literatura, sobre todo lírica o teatro griegos y fábula, o en sus espléndidos manuales de lengua, sintaxis, gramática, además de sus recorridos por la lingüística indoeuropea, la política, la historia de las lenguas y culturas clásicas y su pervivencia.

Pocas son las áreas de las humanidades clásicas que no ha tocado, como se ve en una breve selección de sus libros más recordados: «Ilustración y política en la Grecia clásica» (1966), «Lingüística estructural» (1969) «Fiesta, comedia y tragedia» (1972), «Orígenes de la lírica griega» (1976), «Historia de la fábula greco-latina» (1979-87), «Nueva sintaxis del griego antiguo» (1992), «Historia de la lengua griega» (1999), y un largo etcétera. Los artículos y contribuciones han acrecido el campo de nuestros estudios en su larga trayectoria académica e investigadora. En ella, como legado personal y «ktema» tucidideo a la par, destaca la monumental empresa del Diccionario Griego-Español (DGE), gestado en el CSIC, y que, con sus ocho volúmenes actuales, es ya obra de referencia internacional.

Reconocimiento griego

Si se pregunta en el extranjero, es el nombre español más conocido de la disciplina: libros emblemáticos como los citados han sido traducidos a diversas lenguas y le han valido muchos reconocimientos. Además de catedrático en la Complutense –con el emeritazgo vitalicio tras su jubilación– e investigador en el CSIC, fue académico de las Reales Academia Española y de la Historia, de la Academia Argentina de las Letras y de la Academia de Atenas. También recibió el Doctorado Honoris Causa por las universidades de Salamanca, San Pablo CEU, de Madrid y Panamá. En Grecia, donde sus libros fueron traducidos y difundidos, recibió lógicamente muchos honores, por su labor a favor de la cultura helena, la lengua y la literatura, en sus diversas vertientes y periodos históricos: desde la Grecia micénica, a la clásica, helenística, romana, bizantina o moderna.

Se debe destacar también su labor de traducción de clásicos griegos: para mí será una de las voces castellanas más memorables para transmitir a un Tucídides o a los líricos griegos, que editó en el CSIC: y esto entre otras muchas obras que le valieron premios como el Nacional de Traducción (2005) y el Nacional de las Letras Españolas (2012). Recibió un gran número de galardones nacionales e internacionales, como los de Fundación Onassis o la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio, que atestiguan su enorme prestigio intelectual.

Pero quiero destacar, para terminar, su labor incansable a la hora de defender nuestros estudios que, no en vano, siguen siendo puestos hoy en cuestión. Como socio fundador de la Sociedad Española de Estudios Clásicos (1954), la defensa del griego y el latín siempre fue una gran prioridad para él. ¿Quién no recuerda sus tribunas y terceras, vibrantes, certeras y entusiastas, abogando por recuperar el lugar central de las humanidades clásicas? Terció a menudo en el debate público, como un intelectual comprometido por la deriva contraria a los estudios humanísticos de la mayor parte de nuestras autoridades educativas.

En su larga vida pudo ver con preocupación cómo cada reforma sucesiva empeoraba la situación y sus artículos sirvieron siempre para despertar la conciencia pública sobre ello. ¡Cuánto vamos a añorar su figura! Ahora, con la Lomloe cerniéndose ominosamente sobre el griego y el latín, ¡qué bien nos vendría una nueva intervención suya para poner las cosas en su sitio, despabilar a las autoridades y difundir en la Prensa sus influyentes textos! Descanse en paz el maestro Adrados, le echaremos de menos.