Pierre Laval, el amigo francés del fascismo
Todo lo bueno del gobierno de Vichy se atribuyó a Pétain, y todo lo malo a este "colaboracionista"
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El 1 de agosto de 1945, el ex primer ministro galo, Pierre Laval, regresó a Francia, donde le esperaba la policía militar. «En el momento en que su coche arrancó, madame Laval se volvió para hacer a su marido, a través de la ventanilla, un signo de adiós: se separaban por primera vez y para siempre» (Alfred Mallet en «Pierre Laval», Amito et Dumont). Laval (Châteldon, 1883-Fresnes, 1945) lo había sido todo. De humilde origen, estudió Derecho e hizo una brillantísima carrera. Ideológicamente militó en el socialismo, pero evolucionó en los años 20 hacia posiciones más conservadores hasta convertirse en amigo de la Italia de Mussolini, de la Alemania de Hitler y de la España de Franco. Y en esa evolución, a lo largo de tres décadas, no hubo cargo político que se le resistiera: alcalde, diputado, senador, titular de once carteras ministeriales y de tres presidencias de Gobierno (1931, 1935 y 1936), destacando, además, por su habilidad para los negocios al lograr una gran fortuna que se atribuyó a inmoralidades administrativas nunca demostradas.
«Deseo la victoria nazi»
Tras unos años de marginación a finales de los 30 con los gobiernos de Frente Popular, regresó con nuevos bríos al estallar la Segunda Guerra Mundial y se convirtió en el hombre del momento tras la derrota de Francia, en 1940, respaldando la presidencia del mariscal Pétain y construyendo el régimen de Vichy, del que ejerció como jefe de Gobierno hasta finales de 1940 y, después, desde 1942 a 1944. En estos años, fue eficaz colaborador de la ocupación nazi: «Yo deseo la victoria de Alemania porque, de lo contrario, el bolchevismo se extenderá mañana en todas partes», fue uno de sus argumentos favoritos, lo que, quizá, permitió vivir a la mayoría de los franceses «menos penosamente» la ocupación alemana, pese a lo cual la mayoría lo rechazaba: todo lo bueno de Vichy se atribuía al presidente Pétain, todo lo malo, al «colaboracionista» Laval, pero quienes más le odiaban eran los maquisard y los partidarios de la Francia Libre del general De Gaulle, a los que persiguió con tanto ardor como los propios alemanes.
Hubo en su gobierno dos lacras especialmente terribles: 650.000 trabajadores fueron obligados a desplazarse a Alemania para sustituir a los germanos movilizados por la Wehrmacht a cambio de la devolución de 110.000 prisioneros de guerra. Y aún fue más ignominiosa la persecución antisemita, que costó la deportación y la vida a más de 70.000 judíos. Laval no podía sustraerse a esas responsabilidades ni a ninguna de las que contrajo en el poder. Por sus manos pasaría gran parte de las decisiones del Gobierno de Vichy, como reconoció, el 3 de agosto de 1945, en el proceso de Pétain: «No abrumen al mariscal. Él no sabe nada de política (...) El mariscal firmaba lo que se le ponía delante (...) Él no había sido nunca jefe de Gobierno. Eso se aprende. El trabajo de un ministro no se improvisa (...) El trato con el mariscal me permite decirles que su experiencia política era nula».
Pero antes de ese proceso Laval viviría los días más amargos de su existencia: huyó de Vichy en agosto de 1944, vivió en Austria hasta el suicidio de Hitler y se trasladó a España. Llegó al aeropuerto del Prat de Llobregat, Barcelona, el 2 de mayo de 1945, en un avión en el que le acompañaban su esposa y dos ministros de su último gabinete, y solicitó asilo político recordando sus amistad con el ministro de Exteriores, Lequerica, y sus excelentes relaciones con Franco. Pero el diplomático no se le puso al teléfono y Franco tampoco. El coronel encargado de su seguridad, al que entregó su correspondencia con Franco, se negó a devolverle las cartas; Laval, indignado, le reprochó: «Puede usted robarme las cartas de Franco, pero no las necesito: estoy más que comprometido con vuestro Caudillo para esto».
Deportado desde Montjuich
Permaneció en el castillo de Montjuich hasta que se ordenó su deportación el 30 de julio. Ya en Francia, testificó en el proceso de Pétain y luego se dedicó a preparar el suyo, que se inició el 4 de octubre, del que puede decirse que pocos juicios celebrados en Francia han registrado mayor número de irregularidades; tanto, que un hombre tan curtido y hábil abogado como Laval estalló: «Ustedes pueden condenarme, ustedes pueden quitarme la vida, pero no tienen derecho a ultrajarme». Jean Lacouture, nada partidario, confesó: «No puede sentirse orgullosa la Justicia francesa de la forma en que fue juzgado Pierre Laval: solo pudo informar de la mitad de los cargos que contra él había y se vio condenado a muerte por una jurisdicción de excepción sin que la defensa hubiera podido verdaderamente actuar». El 9 de octubre, Laval fue condenado a muerte y resultaron inútiles los esfuerzos que se hicieron para que Charles de Gaulle conmutara la pena. Era fusilado en el mediodía del lunes 15 de octubre de 1945.