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Congreso... sin Diputados
El lenguaje inclusivo explicado a Sus Señorías (y a Sus Señoríos)
Hagamos un apunte sobre la posición de la izquierda ágrafa de nuestro país
y la ultraizquierda respecto al uso "moderno" de la palabras tras quitarle el "apellido" al Congreso

Papá, en el colegio me llaman bobo. ¿Quiénes, hijo? Todos y todas, mis compañeros y compañeras. Pues tú no hagas caso ni a unos y a unas ni a otros y a otras. Este chascarrillo me sirve de preámbulo para el análisis que voy a hacer en las siguientes líneas, inspirado en un excelente artículo de Pedro Narváez, del miércoles pasado, titulado «La Congresa», en relación a la polémica sobre la eliminación del sintagma preposicional «de los Diputados» en el frontispicio del edificio de nuestro legendario «Congreso de los Diputados».
Me refiero, como ya han podido imaginar los inteligentes lectores, al lenguaje inclusivo que la izquierda ágrafa de nuestro país y la izquierda a la izquierda de la izquierda, o sea, la ultraizquierda (tan fascista como la ultraderecha) quiere imponer por la vía de la repetición insistente (como las famosas mentiras de Goebbels), frente al sentido común y a la sensatez del buen uso del lenguaje: su economía y su genio. Economía, en el sentido de comunicar eficazmente con el mínimo ajustado de palabras, y genio, es decir, ese uso que el pueblo hace de nuestro idioma en el que acepta unos giros, unos vocablos y unas formas de expresión que se asientan de forma pausada en la diacronía de nuestro bellísimo idioma, ese que, a pesar de algunos descerebrados políticos, es la lengua de Cervantes, Lope de Vega, Calderón, Ortega y Gasset, Zubiri, los Machado, Luis Alberto de Cuenca, Eslava Galán, Javier Sierra y una extensísima nómina que llenaría todas las páginas de nuestro periódico.
Nuevos y aceptados femeninos
Aquí me voy a plantar contra aquellos muy puristas que defienden que las palabras terminadas en -ente, que provienen del participio latino (estudiante, ponente, ardiente, presidente...) son –en cuanto al género– invariables. No necesariamente, a tenor de lo que decíamos de ese genio del español que se fragua lenta –pero inexorablemente– en nuestro acervo idiomático. Así, en el español de estos últimos años, han ido calando entre nosotros palabras como «presidenta» o «clienta», pero no «estudianta», «ponenta» o «ardienta». A este fenómeno, lo denomina muy acertadamente «recategorización gramatical», uno de los mejores lingüistas de nuestro país, el profesor Ramón Sarmiento.
Congreso/ Senado
La palabra «congreso» en español es polisémica, es decir, que concita diversos significados: desde los alejados de la política, «Junta de varias personas para deliberar sobre algún negocio», o las típicas «conferencias generalmente periódicas de miembros de una asociación, cuerpo, organismo, profesión..., que se reúnen para debatir cuestiones previamente fijadas», pasando por el desusado «cópula carnal», hasta la denominación específica «Congreso de los Diputados», asentada en nuestro acervo cultural desde la Transición política. No levanta polémica, por su parte, el Senado, que nunca ha sido denominado «Senado de los senadores», en tautología poco estilística.
Femeninos imposibles
No todos los vocablos españoles pueden convertir su forma en femenino, unos porque cambian por completo su significado, otros porque entran en colisión con el genio del español. Ocurre igual que con ciertas pasivas que podemos leer en algunas noticias de prensa: «Una persona ha sido disparada por un delincuente». Si lo pensamos desde la lógica del idioma, salvo los hombres-bala de los circos, a las personas las dispara algún desalmado, pero no pueden ser disparadas. En esta línea de absurdos lingüísticos se encuentran también la multitud de recetas culinarias que nos piden algo difícilmente digerible: «Precalentar el horno a 180 grados» (con calentarlo durante un tiempo a esa temperatura ya es suficiente) o ese hallazgo extraordinario que es la «cita previa» para cualquier gestión con la Administración, sobre todo, con el ambulatorio que nos corresponde. Por ello, palabras como «testigo», que viene del latín «testiculus», no pueden emplearse en femenino, su definición lo deja perfectamente utilizable para hombre o mujer: «Persona que da testimonio de algo». Otrosí ocurre, por ejemplo, con «yerno» o su contraria «nuera».
La aparición del femenino
Pocos de estos furibundos partidarios (y partidarias) del lenguaje inclusivo deben saber que el femenino aparece en la lengua cuando la mujer quiere protagonizar hechos que la diferencien de los varones. Así, de ese masculino genérico que nos engloba a todos, ellas buscan la forma gramatical que permita una diferenciación justa y adecuada. Cuando el «homo erectus» empieza su andadura, la «mulier erecta» lleva ya un tiempo en esa posición esperando que, de una vez por todas, su congénere empiece a pensar con la cabeza y no con los órganos genitales y, a partir de ahí, surge el machismo al darse cuenta el hombre de la superioridad intelectual de la mujer. El machismo tiene solera (para Aristóteles, la mujer era un varón mutilado, ahí lo dejo) y por eso es tan difícil de combatir, pero estoy persuadido de que con el lenguaje inclusivo no gana nada la causa del feminismo. La lengua no es machista ni feminista: es su uso, en algunas circunstancias, lo que califica a quienes utilizan el lenguaje como arma arrojadiza.
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