La noche que Jordan y Magic se negaron al boicot a la NBA
Craig Hodges, escolta de los Chicago Bulls, trató de liderar una campaña contra el racismo igual a la que este año triunfó: parar la NBA. Pero las estrellas no quisieron comprometerse. Él pagó con el destierro del deporte
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En la historia de los derechos civiles en EE UU, los deportistas negros han ocupado un papel llamativo, pero quizá escaso para su importancia en el conjunto de los deportes y su relevancia social. Por eso resultó histórica la noche del pasado 26 de agosto, cuando los Bucks de Milwakee se negaron a salir a la pista en los playoffs de la NBA. Lo que muchos no sabíamos es que antes hubo otra gran oportunidad y que podría haber sido aún más potente.
Según cuenta en sus memorias Craig Hodges («Tiro de larga distancia», Capitán Swing), escolta de los Chicago Bulls (campeones en 1991 y 1992), él mismo intentó poner de acuerdo a Magic Johnson y Michael Jordan, los dos astros más grandes del deporte profesional americano, para detener la competición en la final que enfrentaba a ambos con todo el país frente al televisor. Había razones para hacerlo tan inmediatas como las de este año, en el que han sucedido los casos de brutalidad policial contra Jacob Blake y George Floyd.
El 3 de marzo, tres meses antes del partido, cuatro agentes apalizaron a Rodney King y las cámaras lo recogieron. Las estrellas arrugaron la nariz y agacharon la cabeza. Jugaron, es lo que se esperaba de ellos, porque la presión del circo de patrocinadores y de intereses comerciales simplemente no podía vencerse. Como relata en su libro, Hodges fracasó en su intento por implicar a los deportistas en una protesta especialmente por la actitud de Jordan a la hora de elegir entre los contratos y la lucha racial. Claro que es fácil elegir la segunda si no tienes que renunciar a cientos de millones de dólares.
El caso es que 1991 era el año de «Be like Mike», el lema de Gatorade que animaba a ser un atleta sonriente. Mientras en la calle desfilaban las Air Jordan VI de Nike, Hodges trataba de convencerle de que rompiese con una empresa que no tenía directivos negros cuando los afroamericanos eran sus principales clientes. La relación personal de Hodges con Jordan nunca llegó al conflicto abierto, pero en el exitoso documental sobre la superestrella «The Last Dance», su compañero de equipo no mereció ni un segundo (aparecían numerosos jugadores menos decisivos en el juego) y, andando el tiempo, Hodges culpa a Jordan del ostracismo al que fue sometido.
Todos sus intentos de protesta fracasaron discretamente. Los Bulls ganaron su primer anillo, pero no sabía todo lo que vendría a continuación. Aquel año había, además, otro elemento histórico. Bush llevó a cabo la primera invasión de Irak, un país de mayoría musulmana. Hodges simpatizaba con la Nación del Islam, el movimiento por los derechos civiles, pero no era musulmán. En el vestuario del equipo, todos estaban a favor de la invasión salvo Phil Jackson, el entrenador, y Hodges, que siempre estaba ahí para hablar de la historia no escrita de los afroamericanos, enfundado en su «dashiki» (la vestimenta tradicional africana) con la que se presentó un día de 1991 en la Casa Blanca. No solo eso, pretendía aprovechar con el presidente para sacar un tema ligerito, de su agrado: conversaciones como la creciente tasa de encarcelamiento de la población negra, las reparaciones económicas por la esclavitud y, en suma, la situación de la minoría afroamericana.
Jordan no acudió a esa recepción. Según Hodges, dijo: «Que le den por culo a Bush. Yo no le voté». Y no fue. Y el desplante no tuvo consecuencias, porque Jordan había conseguido que millones de estadounidenses vieran a un montón de negros lanzar una pelota a una canasta a lo largo de una pista pintada con rayas. Sin embargo, como Hodges sabía que la vara de medir desaires no sería igual con él, prefirió entregarle una carta al presidente mediante su secretario de Prensa. Una carta que apareció filtrada en los medios de Chicago. Hodges estaba orgulloso.
Al año siguiente de su primer intento de boicot, en 1992, Los Ángeles estalló por las protestas tras la absolución de los policías que golpearon a Rodney King. Hubo miles de detenciones y saqueos que duraron semanas. Aunque intentaba ser prudente, no lo pudo remediar y dijo al «New York Times» que Jordan se lavaba las manos mientras él ponía sobre la mesa el objetivo de la huelga. Aquel año ganaron el campeonato y el menudo tirador se hizo con su tercer concurso de triples. Su contrato expiraba, pero era de lógica que firmaría como agente libre con alguna franquicia. No recibió ni una oferta. Su agente le abandonó y todos los equipos le dieron la espalda.
No hay que olvidar, que, aunque el 75 por ciento de los jugadores eran negros, en 1992 no había ni un propietario de color. Los entrenadores se contaban con una mano. Propietarios, algunos, como el de la primera franquicia en la que jugó el autor de las memorias, los Clippers de San Diego (hoy en Los Ángeles). Don Sterling había amasado su fortuna con las viviendas de mala muerte y daba los cheques del salario a sus jugadores sin firmar para que tardasen una semana más en cobrarlos y así él conseguía unos dólares en intereses.
Filtración de grabaciones
Avanzamos en la historia: en 2014, Sterling fue expulsado de la liga por la filtración de unas grabaciones con comentarios racistas que también estuvieron a punto de parar la liga, pero, de nuevo, todo siguió tras obligarle a desprenderse del club. Sin embargo, la cultura de la competición en los 90, bajo el mandato de David Stern, el comisionado que lanzó la NBA a los contratos multimillonarios de televisión, no iba a permitir que la política «ensuciase» su producto. Kareem Abdul Jabbar fue uno de los pocos que levantó la voz, pero era, de nuevo, demasiado grande para ser presionado.
Isiah Thomas, quizá el jugador más polémico de la historia, se mostró molesto por que la Prensa enfatizase la «ética de trabajo» de Larry Bird y otros jugadores blancos mientras que a los negros se les presuponía el «talento natural» o el «tocado por la gracia divina», como si no trabajasen igual. Fue despedazado por los periodistas pero también era demasiado bueno para que le echasen de la pista. Eso sí, su pésima aura mediática solo creció, aunque, en parte, merecidamente. Pero ellos eran superestrellas. Hodges, desprotegido en su condición de clase media, pagó las consecuencias por pedir la igualdad de derechos.
Y se quedó sin trabajo. Tuvo que vender sus camisetas, trofeos y anillos de campeón. Probó suerte en Italia y promedió 30 puntos. Pero, de nuevo, ninguna oferta en EE UU. Sus excompañeros fingían no verlo cuando se cruzaban con él en un hotel. Años después, cuando, en Chicago, trató de acceder a un polideportivo del que era dueño el preparador físico de Jordan, le negaron la entrada. Si el lector ha llegado hasta aquí, será que le interesa el baloncesto. Hodges dejó un consejo como tirador, uno de los mejores de la historia de la liga: «¿Sabes que por el aro pasan dos balones juntos? Por eso, no apuntes al aro, porque siempre te quedarás corto. Apunta un poco más arriba». Y el balón describirá la parábola perfecta para que solo escuches el sonido de la red.