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Crítica de “La voz humana”: El hacha y el corazón ★★★★

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La Razón
  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

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Dirección y guión: Pedro Almodóvar, según la obra de Jean Cocteau. Intérprete: Tilda Swinton. Fotografía: José Luis Alcaine. Música: Alberto Iglesias. España, 2020. Duración: 30 minutos. Drama.
Jean Cocteau escribió originalmente “La voz humana” para Edith Piaf, cuando esta solo tenía quince años. Amigos del alma, la cantante se negó a representar el monólogo a pesar de lo mucho que le insistió el dramaturgo a lo largo de su carrera, asustada por la soledad del escenario, agarrotada por la idea de tener a un teléfono y un desamor desgarrado como únicos anclajes ante el público. Para compensar, se arrancó las vísceras cantando “Ne me quittez pas”, remake inconfeso y concentrado de la obra de Cocteau. No es casual, pues, que ese fuera el tema musical que utilizó Almodóvar como colofón de su homenaje a “La voz humana” en “La ley del deseo”, protagonizado por una Carmen Maura con el hacha en mano, después de recitar por teléfono, rota por dentro y por fuera, un fragmento del monólogo de Cocteau.
En aquella época -que es la de “Mujeres al borde de un ataque de nervios”, también marcada por el texto del escritor francés, y donde Maura, a la espera de una llamada que nunca llega en una película adicta al contestador automático, acababa por quemar una cama: el fuego vuelve a caminar con Almodóvar en su nuevo corto- el director manchego era un modelo para la cultura posmoderna, porque convirtió la intertextualidad y la política del reciclaje en una singularísima visión del mundo. Más de treinta años después, el modelo intertextual sobre el que trabaja Almodóvar en “La voz humana”, cortometraje que tilda de “experimento” y que es su primera película hablada en inglés, es su propio cine. En ese sentido, es un complemento lógico a su suerte de “Ocho y medio”, “Dolor y gloria”: la fascinación por el texto de Cocteau, por el arquetipo de la mujer abandonada, el hacha y el fuego, confluyen en una relectura de sí mismo, tan solipsista como abierta a admitir los artificios de su dispositivo.
Carmen Maura contaba que el hallazgo del hacha en la escena de “La ley del deseo” fue fruto de la improvisación. A Almodóvar no le gustó nada el decorado que habían construido para el rodaje y se le ocurrió que la actriz podría destrozarlo. El hacha sigue siendo, en “La voz humana”, una herramienta de devastación, pero también de liberación: Tilda Swinton lo utiliza para machacar el traje de su amante ausente, mientras espera, con un perro que no es suyo y unas maletas en el recibidor, descolgar el teléfono una última vez.
El cambio más llamativo que Almodóvar hace en el texto de Cocteau tiene que ver justamente con la actitud de esa mujer despechada, que modula sus emociones en una montaña rusa de autoengaños, sumisiones, reproches e ira desatada, y que tiene, finalmente, que aprender una sola cosa: a colgar el teléfono en el momento adecuado. Esa toma de fuerza con su propia electricidad estática, ese recargar baterías para seguir adelante, es común a la Tina de “La ley del deseo” y a la Pepa de “Mujeres…” y, por extensión, a la mujer almodovariana en general, para la que es mejor quemar las naves y volver a empezar que derretirse rasgándose las vestiduras.
La película empieza desnudando su condición de representación, de auto sacramental en vías de construcción. La imagen de Tilda Swinton paseándose por un plató vacío, como una reina destronada, con un suntuoso vestido rojo de Balenciaga, puede hacernos pensar que Almodóvar ha vuelto a coquetear con el neobarroco extremo, pero el gesto de tristeza de la actriz lo desmiente: no habrá excesos, acaso en un precioso vestuario que realza las virtudes, a la vez femeninas y andróginas, de la protagonista de “Orlando”. Tarda en llegar la llamada del amante, lo que nos permite disfrutar del despliegue gestual de Tilda Swinton en un compás de espera que es todo un monólogo corporal.
Tan adicta al disfraz virtuoso y la caracterización extravagante, la actriz británica es capaz de transmitir un sublimado despojamiento emocional en cualquier situación que se le presente. Todo le sienta bien -el rojo, el azul, las gafas de sol, las pastillas suicidas- a su melancolía impaciente, que se deshace en mentiras piadosas (hacia sí misma) cuando suena el teléfono, se pone los auriculares y se pasea por su piso-decorado, perfecto escenario para un melodrama que, al enseñar sus costuras, encuentra una verdad profunda, solo apta para los que creen, como Almodóvar, que el cine es el triunfo de un corazón que late y se equivoca y vuelve a latir, tal vez más deprisa. Es comprensible que Jean Cocteau pensara en Edith Piaf, ese cuerpo pequeño, de pájaro herido, para este personaje que se derrumba. Cualquier duda que pudiéramos tener sobre Tilda Swinton, cuyo físico parece hacerla alérgica al fracaso, se despeja de golpe cuando vemos que puede derrotar a su rival dándole la espalda, colgando el teléfono, viajando hacia la luz con un nuevo amigo.

Lo mejor:

Tilda Swinton, arropada por una puesta en escena que exprime sus virtudes.

Lo peor:

Nos gustaría que durara más, saber qué le ocurre a esa mujer despechada que renace de sus cenizas.