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Un último whisky seco con el escocés

En «El nombre de la rosa», Sean Connery dio vida al monje franciscano Guillermo de Baskerville
En «El nombre de la rosa», Sean Connery dio vida al monje franciscano Guillermo de BaskervilleGerald PennyAP

Cuando le entrevisté hace medio siglo en Marbella tenía 40 años y el rostro quemado por el sol. Odiaba a los reporteros, sobre todo, a los que se subían a los árboles para fotografiarlo en bolas en su casa de Malibú, me dijo, pero yo le aclaré que esos paparazzi eran la mayoría ingleses, «como usted». Patinazo. No perdió la sonrisa irónica. «Como me vuelvas a llamar inglés –me dijo–, te disparo a la cabeza». Y me apuntó a la frente con dos dedos estirados. Era escocés, «como el mejor whisky que puedas beber». Él ya estaba bebiendo uno, seco, sin hielo. Me había valido de una artimaña para lograr la entrevista: el jefe de relaciones públicas del club me hizo pasar por el redactor de una revista de golf. Solo así podría hablar con Sean Connery, y no más de quince minutos.

James Bond descubrió a la tercera pregunta que yo no tenía ni puñetera idea de golf, pero había hecho un buen recorrido esa mañana, ganándole la paella a su contrincante, y decidió no echarme a puntapiés del bar. Acababa de terminar otra película como 007, «Diamantes para la eternidad», y le pregunté que por qué la había hecho si odiaba al personaje hasta el punto de que le gustaría matarlo, como había confesado a la Prensa inglesa. «Es la última –respondió–. Y es cierto que lo odio; ese tipo tiene tan poco que ver conmigo como yo con el Papa, pero gracias a él puedo tener una casa aquí y jugar al golf». Cuando le dije que nadie lucía un esmoquin como él, respondió que era elegante, sí, lo había sido hasta cuando era pobre, y añadió: «Nunca ensucio la habitación del hotel, nunca tomo drogas y nunca escucho a Los Beatles».

Las mujeres lo adoran, apunté. «Lo sé, pero no las entiendo; creo que me moriré sin entenderlas». «Eso ya lo dijo Freud». «Pues el jodido vienés tenía razón». Le conté que una actriz amiga, Concha Velasco, tenía siempre un poster suyo en el camerino. «¿Es guapa?» «Sí, y buena actriz». «Entonces es peligrosa; salúdela de mi parte». Estaba a punto de terminar el whisky y el segundo pitillo cuando le pregunté qué haría si mañana fuera el fin del mundo. No lo dudó ni un instante: «Seguir jugando al golf». Se levantó, me dijo que adoraba el clima de Marbella, me estrechó la mano y se largó. Su vida marbellí se reducía a jugar a ese deporte y a ir a las fiestas imprescindibles. Leía mucho y a veces recibía en «Malibú» a gente como Michael Caine o Joan Collins. Se largó a Las Bahamas cuando empezaron a construir alrededor a su mansión torres de apartamentos. «No voy a permitir que toda esa gente me vea en calzoncillos», aseguran que dijo. Ahora ha llegado a su último hoyo.