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Luis Feito, El Paso más espiritual

El artista, uno de los fundadores del legendario grupo, falleció ayer a los 91 años a causa de complicaciones derivadas del coronavirus
Paco CamposEFE

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El 2020 fue un año funesto para la cultura española. Y, por las señales que lanza, este 2021 no parece que vaya a ser mejor. El pintor madrileño Luis Feito (uno de los fundadores del grupo El Paso y figura destacada de la decisiva generación de artistas españoles de los 50) falleció ayer a los 91 años. En un breve espacio de tiempo, el arte español se ha quedado sin muchas de las figuras que protagonizaron su proceso de ruptura e internacionalización durante la triste España de la dictadura.
Un sobrecogedor sentimiento de orfandad comienza a imponerse ante la concatenación de desapariciones. Y no es extraño que así suceda. El universo estético de Luis Feito forma parte del vocabulario esencial de la pintura española contemporánea. La suya es una obra cuya identidad visual resulta reconocible a simple vista. De alguna manera, Feito supo armonizar dos elementos que difícilmente trabajan juntos: de un lado, un factor de autenticidad, que dotó a su pintura de un carácter insobornable a las modas y condicionantes económicos; y, de otro, una fórmula estética accesible a una gran parte del público. La abstracción, en su caso, convirtió esa «necesidad interior» del artista (de la que hablaba Kandinsky) en un entorno familiar, con el que iniciados y no iniciados empatizaron a lo largo de los años. La biografía artística de Feito se inicia en 1950; año en el que ingresa en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid. Este período de estudios supuso la única y breve incursión que realiza en el campo estricto de la figuración. Para el momento de su primera exposición individual en la mítica Galería Bucholz, de Madrid, su pintura ya transitaba por el territorio de la «no-figuración», en lo que supondría un viaje de no retorno. Tras completar sus estudios, Feito obtuvo una beca que le permitió residir en París, donde conoció de cerca las últimas tendencias artísticas.
Máximo logro vital
Todo aquel que tuvo relación con el grupo El Paso quedó inexorablemente absorbido por su mitología, hasta el punto de que pareciera que pertenecer a esta formación suponía su máximo logro vital. Y Feito no constituye, en este sentido, una excepción. De hecho, cualquier resumen de su trayectoria en forma de titular o destacado siempre incorpora la coletilla «fundador del grupo El Paso». Porque, en verdad, participó en su creación desde el primer minuto. Feito y Antonio Saura residían en París en 1957. Un día estaban sentados en el Café La Rotonde (en Saint-Germain-des-Prés), y Saura compartió con él la posibilidad de crear un grupo. A raíz de ese primer chispazo, hablaron con Millares y Canogar y, ya de vuelta en verano a Madrid, contactaron con los críticos de arte Manolo Conde y José Ayllón. Este sexteto inicial se vio completado, poco después, con las incorporaciones de Rivera, Chirino, Viola y Suárez.
Precisamente por su pertenencia al grupo El Paso, Feito suele ser considerado como uno de los máximos representantes del informalismo. Sin embargo, y en sintonía con lo que suele suceder con numerosos artistas, Feito nunca se sintió cómodo ni con ésta ni con otras etiquetas. En sus propias palabras, «el Informalismo fue una fórmula de críticos».
Su renuncia a ser encapsulado en la idea de lo informal obedecía a que su obra no se podía definir, en ningún término, como tal. La forma y la geometría siempre han estado presentes en su pintura. Y, de la misma manera que consideraba una locura que los trabajos de Saura fueran tildados de informalistas, su pintura no podía ser reducida a una etiqueta que la constreñía tanto. No obstante, durante el final de la década de los 50, y coincidiendo con el inicio de la singladura de El Paso, la pintura de Feito adquirió una dimensión matérica que la aproximaba al «canon informal». Con una gama cromática reducida a base de blancos y negros, el pintor solía mezclar el óleo con tierra y arena a fin de dotar de una mayor corporeidad al gesto. Con el tránsito a los 60, la pintura de Feito experimentó dos significativas transformaciones: la introducción del color rojo, convertido en una de las señas de identidad de su producción, y la pérdida paulatina del componente matérico. La pintura se aplanó literalmente y se inició así un proceso de incesante depuración que le conduciría a la geometrización y, a finales de los 70, a una fase de cuadros blancos.
El cromatismo de la India
Nunca escondió tampoco las múltiples deudas contraídas, durante su carrera, con el arte oriental. De la India admiraba entusiastamente la arquitectura mongol y el cromatismo encendido y sorprendente de las campesinas con las que se tropezaba en los márgenes de los ríos. De los artistas chinos ensalzaba su asombrosa capacidad para las reproducciones y el fascinante trabajo de lacado de las esculturas. Y de Japón es conocida la influencia ejercida por el Zen, el cual descubrió durante unas sesiones terapéuticas con las que pretendía recuperarse de sus dolencias de espalda. Él mismo se ha encargado de explicar, en varias ocasiones, que cada una de sus piezas comenzaba a trabajarlas en horizontal, sobre el suelo, para obtener una impresión más integral de ella. Cuando su matriz ya estaba conformada, giraba el cuadro para continuar trabajándolo en vertical.
Más allá de la sugestión estética que el arte oriental puedo ejercer en Feito, el vínculo umbilical que le mantuvo unido durante toda su vida a él fue su génesis espiritual. El artista se sentía arrebatado por el hecho de que la pintura china fuera la consecuencia de una experiencia profundamente espiritual. En su opinión, el papel del pintor no es ilustrar un determinado tiempo o una postura política. Cada cuadro debía surgir del interior del artista. Y, en el caso de no suceder así, estaría traicionando su verdadero cometido. A tenor de esta «necesidad interior», no termina de comprender a aquellos autores cuyas obras dan bandazos según las modas y los intereses extra-artísticos. Su postura, en este sentido, es meridiana: «En la obra de un artista debe haber evolución, no rupturas».
La espiritualidad oriental le llevó a imprimir a cada uno de sus gestos pictóricos una factura casi caligráfica. Como sus admirados pintores chinos, practicó la «pincelada única», sin rectificaciones ni añadidos. Cada gesto se convertía en un momento decisivo en el que se arriesgaba la integridad de la obra. En la pintura de Feito, como siempre dijo, «menos es más». Su pintura acabó por convertirse en un extenuante ejercicio de consunción, por el que toda la intensidad interior del artista se expresaba a través de «enunciados gestuales» que casi semejaban aforismos. Cada vez hablaba con menos medios, pero decía más cosas. El lenguaje en el que se expresaba poseía una turbadora dignidad estoica.

El niño que trasteaba con el dibujo y las acuarelas

Por Fernando Rayón
Tenía 91 años, pero la cabeza y el cuerpo aún estaban llenos de vitalidad. Aunque de orígenes gallegos, había nacido en Madrid en 1929 en el seno de una familia humilde. «Desde niño empecé a trastear, primero con el dibujo y luego con acuarelas, pero fue en el taller de Manuel Mampaso, donde decidí mi futuro». Efectivamente, en 1949 se matriculó en la Escuela de Artes y Oficios y, al año siguiente, ingresó en la Academia de San Fernando, donde empezó a experimentar con el cubismo y la materia. Pero aquello dura poco y, tres años después, ya opta por la abstracción. En 1955 abandona la docencia y se traslada a París gracias a una beca del gobierno francés. Una exposición en la Galería Arnaud, donde vende algunas obras, y el tercer premio en la I Bienal del Mediterráneo celebrada en Alejandría, le animaron a establecerse en Francia.
En 1957, Luis Feito fundó el grupo El Paso con diez artistas: Rafael Canogar, Antonio Suárez, Martín Chirino, Juana Francés, Manuel Millares, Antonio Saura, Manuel Rivera, Pablo Serrano y Manuel Viola, y dos escritores, Manuel Conde y José Ayllón. Aunque el colectivo se disolvió pronto, las carreras individuales de todos ellos se dispararon a partir de entonces. Fue seleccionado para la Bienal de Sao Paulo de aquel año y para la Bienal de Venecia del año siguiente. Luego vendrían las exposiciones del MoMA y en el Guggenheim de Nueva York.
Su abstracción matérica, que había incluido a partir del año 62 el color rojo y estructuras circulares, fue el inicio de una nueva etapa que desarrollará en la próxima década. Su obra se irá simplificando y se hará más geométrica. La influencia del arte oriental y japonés será muy evidente. Pero su éxito internacional no fue acompañado con la valoración de su obra en España. Y es que a su vida parisina seguirá el traslado en 1981 a Montreal por dos años y, posteriormente, su establecimiento en Nueva York en los noventa. Hará tímidas apariciones en nuestro país: en la inauguración del Museo de Arte Abstracto de Cuenca y en la retrospectiva de 1988 que le dedicó el Museo Español de Arte Contemporáneo. Pero para entonces el Estado francés ya le había nombrado Oficial de la Orden de las Artes y las Letras del país galo.
En España el reconocimiento llegó tras su regreso a Madrid. Entonces se sucedieron las exposiciones y los premios; su incorporación a la Academia de Bellas Artes de San Fernando o, muy recientemente, el Premio Nacional de Arte Gráfico. Era uno de los grandes y su capacidad creadora seguía viva. Hace apenas unos meses volvió a exponer. Seguía recibiendo en su casa de la plaza de la Villa de París como si fuera un apéndice del Boulevard Saint-Germain. Y recibía las propuestas de exposiciones con la ilusión de un niño, pero también con las ganas del maestro que en realidad ha sido. Descanse en paz.
Fernando Rayón es director de la revista “Ars Magazine”