Sin Tavernier, hoy termina todo
El director de «Hoy empieza todo» y «Un domingo en el campo» era uno de los grandes maestros del cine francés. Ha fallecido a los 79 años
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Tan inevitable como inesperada, la muerte de Bertrand Tavernier con 79 años nos deja huérfanos no solo de uno de los últimos grandes representantes del cine francés y mundial, sino también de uno de los santos patrones de la crítica cinematográfica. Tavernier, como sus predecesores de la Nouvelle Vague, se curtió tanto trabajando como asistente del genial Jean-Pierre Melville o agente de Prensa de Stanley Kubrick como escribiendo numerosas críticas, artículos y entrevistas a lo largo de los años 60 en revistas míticas y seminales como «Cahiers du cinéma», «Positif» o «Presence du cinéma», donde reivindicó y analizó la obra de directores como John Ford, Delmer Daves, Walsh, Huston o Boetticher, cuyas películas proyectó además para el público francés en su propio cine-club Nickel Odéon.
Nacido un 25 de abril de 1941, era hijo de una figura destacada de la Resistencia francesa, el escritor y editor lionés René Tavernier, quien le enseño «que las palabras podían ser tan importantes y letales como las balas», por lo que no debió extrañarle demasiado que Bertrand abandonara los estudios de Derecho por el sonido y la furia del cinematógrafo. En un tiempo ya lejano en el que el séptimo arte era arte y oficio, dedicación y trabajo, aprendió la profesión junto a su compañero de clase Volker Schlöndorff, a Godard, Rohmer o Luigi Zampa, pero también con Mario Caiano, Riccardo Freda, Umberto Lenzi o José Giovanni, trabajando en todo tipo de cometidos.
No es de extrañar que su propia filmografía como realizador, iniciada en 1974 con la excepcional adaptación de Simenon «El relojero de Saint Paul» (1974), que le valiera el Oso de Plata de Berlín, esté presidida por un gozoso eclecticismo, reflejo de su pasión más cinéfaga que cinéfila. Pasión tanto por el cine clásico de Hollywood como por el cine francés rechazado por algunos colegas de la Nueva Ola, por géneros populares como el western, el policíaco o la aventura, que este hombre profundamente izquierdista, lector de Trotsky en su juventud, sabía llevar a su terreno con títulos como «La muerte en directo» (1980), profético thriller de ciencia ficción, la genial «Corrupción» (1981), incisiva versión del clásico noir de Jim Thompson «1.280 almas en el África colonial francesa»; con «Alrededor de la medianoche» (1986), homenaje al jazz protagonizado por Dexter Gordon que le daría el Oscar; «La hija de D’Artagnan» (1994), aventuras de capa y espada en recuerdo de Riccardo Freda, o con «En el centro de la tormenta» (2009), adaptación de James Lee Burke rodada en Estados Unidos. Hijo de un tiempo más feliz, cuando la izquierda sabía el valor del cine popular y de género, renovó el polar, el policial francés, con títulos como «Ley 627» (1992) o «La carnaza» (1995), clásicos y modernos al tiempo, cargados de crítica social.
Tavernier fue siempre un humanista: denunció los horrores de la guerra a lo largo de toda su obra, desde «Que empiece la fiesta» (1975) a «Capitán Conan» (1996) o «Salvoconducto» (2002), pasando por la maravillosa «La vida y nada más» (1989); y tomó partido por los más desprotegidos, los niños, en títulos como «Hoy empieza todo» (1999) o «La pequeña Lola» (2004). Ante todo, supo ver la enorme capacidad del cine como lenguaje, con su variedad de registros, historias y géneros, sin despreciar el espectáculo, convirtiéndolo en pura alegría de narrar.
Con la muerte de Tavernier desaparece un poco más un modelo de director que conciliaba medio con mensaje, carga de profundidad con emoción. Y los críticos nos quedamos un poco más faltos de ese cine que convencía sin predicar, conmovía sin chantaje moral y nos hacía parecer mejores de lo que realmente somos.