Michael Collins: el astronauta de la cara oculta de la Luna
Se despide de la Tierra a los 90 años tras una dura lucha contra el cáncer
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La llamada telefónica más trascendente de la historia, hasta ese momento, tuvo un convidado de piedra. El 20 de julio de 1969, a las 23:49 horas en Washington, el presidente Richard Nixon se agarraba al teléfono del despacho oval para saludar a los astronautas que acaban de lograr la hazaña de pisar la Luna por primera vez. Sus palabras estaban cuidadosamente preparadas: “Hola, Neil y Buzz, os estoy hablando desde el Despacho Oval de la Casa Blanca y seguramente esta será la llamada telefónica de mayor relevancia histórica que haré desde aquí. No puedo llegar a expresar el inmenso orgullo que sentimos todos por lo que acabáis de lograr. Para cualquier americano, este tiene que ser el día de mayor orgullo en nuestras vidas; y también para la gente de todo el mundo. Estoy seguro de que se unen a los americanos y reconocen la enorme gesta que esto supone. Gracias a lo que habéis hecho, desde ahora el cielo forma parte del mundo de los hombres”. Un bello mensaje que contenía un imperdonable gazapo. La conversación la escuchaban Neil (Armstrong), Buzz (Aldrin) y Michael (Collins) a quien el presidente olvidó mencionar.
Aire de fatalidad
El mismo día en el que el ser humano se convirtió en una especie errante fuera de su planeta comenzó a forjarse la leyenda del astronauta olvidado, Michael Collins, el único miembro de la tripulación de aquella Apolo 11 que no pisó la Luna, el colega de juegos de la cara oculta del satélite, el humano más solitario del cosmos durante las 22 horas de órbitas alrededor del Mar de la Tranquilidad mientras sus compañeros de viaje, en pareja, daban saltos históricos sobre la superficie.
Collins, nacido en Roma en 1931, fue uno de los 14 hombres que superaron las pruebas para ingresar en la primera tanda del programa Apolo en 1963. Aquellos 14 nombres no tenían ni idea entonces de qué les iba a deparar el destino. Cualquiera de ellos pudo haber formado parte de la primera misión, Apolo 1, que terminó trágicamente sin ni siquiera despegar. Los tres miembros de la tripulación murieron calcinados cuando la cápsula de despegue se achicharró durante un simple simulacro. Cualquiera de aquellos 14 pudo haber sido seleccionado para la misión Apolo 2, la más dura de la historia, que obligó a tres “gladiadores” a introducirse de nuevo en la misma máquina que meses antes había chamuscado a sus colegas de aventura. Y cualquiera podría haber sido agraciado con el honor de viajar por primera vez al satélite natural de la Tierra. Pero los elegidos para la gloria fueron Aldrin, Armstrong y Collins.
La peripecia de Michael en la NASA estuvo siempre rodeada de cierto aire de fatalidad. Aquel romano-americano que parecía siempre más discreto, más nostálgico, más reflexivo estaba presente en la Oficina de Astronautas del Centro de Entrenamiento cuando sonó el teléfono rojo. Él fue quien descolgó, él fue quien primero recibió la noticia de que los tres miembros del ensayo Apolo 1 acaban de sufrir un accidente de consecuencias fatales, fue él quien tuvo que visitar a Martha, la mujer de Roger Chaffee, para comunicarle el horrible final que acaba de tener la vida de su marido.
La biografía de un héroe puede contemplarse como un cúmulo de hazañas o como una ristra de casualidades. La de Collins no es menos. Su carrera cuenta con la brillantez típica de los destinados a entrar en los libros de historia: bachillerato en Ciencias en la academia militar de West Point, piloto de pruebas para la Fuerza Aérea en Lancaster, seleccionado para la NASA en 1963, miembro de la misión espacial Gemini, récord de altitud a bordo de nave, tercer estadounidense en realizar un paseo fuera de la cápsula espacial… Pero el collar de la intrahistoria de un semidiós se engarza siempre entre perlas diseñadas por los dioses del azar.
Soledad lunar
En 1968, Michael había sido destinado para volar en la misión Apolo 9 que orbitaría la Luna. Pero un inoportuno dolor en las piernas le envió al hospital. Tuvo que ser operado de hernia discal y relevado de su destino en el espacio. A cambio se le ofreció una plaza en la Apolo 8. Aunque era un hábil piloto, su función allí fue coordinar las comunicaciones con la cápsula lunar desde el centro de control en Tierra. Las Apolo 8 y 9 fueron misiones cruciales. De su éxito dependía que la NASA se atreviera a lanzar una nave con la intención de aterrizar en la Luna. Los buenos resultados obtenidos otorgaron luz verde para el anuncio de que la misión Apolo 11 (con la finalidad de poner un pie en el regolito lunar) estaría formada por Michael Collins, Buzz Aldrin y Neil Armstrong. Una vez más el destino quiso jugar con Michael, como CMP de la misión (Piloto de Módulo de Comando) él sería el único de los tres que nunca pisaría la Luna. A cambio, los directores de la NASA le regalaron el “honor” de responsabilizarse de las más de 100 páginas de instrucciones que contenían todos los escenarios posibles en la bajada de sus compañeros a la Luna y su posterior vuelta a la nave Apolo.
En una nota de prensa enviada por la NASA durante la misión alguien tuvo la ocurrencia de escribir que el piloto nacido en Roma iba a convertirse durante unas horas en el hombre más solitario desde Adán. Efectivamente, en las 22 horas que duró el paseo de sus compañeros por la superficie lunar, él se quedó solo en la nave Columbia girando alrededor del satélite. Cada vez que el aparato entraba en la cara oculta de la Luna las comunicaciones con Tierra se cortaban y entraba en un periodo de 48 minutos sin contacto con nadie, en absoluto silencio, preso de la incertidumbre sobre en qué punto de la órbita volvería a aparecer. En ese tiempo, Collins declaró no haberse sentido solo ni un segundo. Estaba demasiado atareado realizando cálculos con lápiz sobre el cuadro de mandos, “me sentía inspirado, atento, satisfecho, casi exultante”, declaró después.
El resto de la historia la conocemos bien. Collins dirigió la Columbia con éxito al encuentro del módulo aterrizador Eagle, recogió a sus compañeros que olían a regolito lunar , escuchó al presidente olvidar su nombre e inició el camino de vuelta a casa. Años después, declaró que su principal preocupación allí arriba había sido ver morir a Buzz y Neil en el Mar de la Tranquildad. Su viaje de vuelta a casa, sin el resto de la tripulación sí habría sido la más triste y solitaria travesía de la historia de la humanidad.