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Música

Cristóbal Halffter

Una extraña y recóndita poesía

Cristóbal Halffter es uno de los mejores compositores de los últimos 75 años y una gran figura de la historia de la música española

El músico y compositor Cristobal Halffter
El músico y compositor Cristobal HalffterAlberto AjaEFE

Con Cristóbal Halffter (1930-2021) se va una gran figura de la historia de la música española de los últimos 75 años. En su persona y en la de otros compañeros de fatigas, como, singularmente, Luis de Pablo, de su misma edad y aún entre nosotros, se resume todo un proceder, una evolución, una constante lucha por situar a nuestra producción sonora a la altura de las más avanzadas de la Europa musical, aquella que, tras la estela postserialista, que partía de los herederos de la segunda Escuela de Viena, tomó el bastión del modernismo y ocupó las plazas de Donaueschingen y Darmstadt, con sus adalides al frente: Boulez, Stockhausen, Nono, Maderna y otros. España, con su acomodación a la herencia del casticismo, parecía quedar al margen de todo ello. Hasta que surgió la llamada Generación del 51, que bebió de las mismas fuentes, pero que dirigió su mirada a esa Europa en plena ebullición musical. Se trataba de recuperar el terreno perdido; no solo en el ámbito de la música.

A nuestro compositor de casta le venía, pues era el vástago más joven de la dinastía inaugurada por sus tíos Rodolfo y Ernesto. Educado en Alemania, a los 9 años, tras finalizar la guerra civil, estaba de nuevo en España, donde el joven, ya adiestrado en buena parte, estudió con Conrado del Campo y tomó lecciones con Tansman y Jolivet. Su «Antífona Pascual» de 1952 fue un aldabonazo que marcó una trayectoria que no dejaría de abrirse a nuevos mundos y tendencias. Como todo músico auténtico, Cristóbal Halffter tenía su personalidad, y reunía en él una serie de características que lo definían y lo hacían, en cualquier circunstancia y lugar, igual a sí mismo y diferente a otros. Cualidades únicas e intransferibles que hacían que todas sus composiciones, al menos desde mediados de los sesenta, cuando el creador se hizo importante, se distinguieran por el empleo variado de determinados efectos rítmicos, armónicos, melódicos, estructurales. No es que el artista se repitiera; es que, sobre ese lecho inmutable que lo cualificaba y lo calificaba, aportaba nuevas ideas y rasgos insólitos, que son los que, a la postre, impulsaban su obra en la búsqueda de horizontes por descubrir. Pero el estilo queda, aunque este, como dijera el propio compositor, parodiando a Jorge Manrique, «no exista». Toda la producción de nuestro músico vino delimitada por las mismas constantes: total libertad de concepto y de construcción. En general, la del compositor madrileño era música grave, austera, llena de claroscuros. Pentagramas siempre sentidos, expresivos, de indudable hondura, que calibran con raro refinamiento el espectro sonoro y que ofrecen pliegues escondidos, oquedades misteriosas del alma, con ese lenguaje ya conocido y, diríamos, tradicional del maestro de amenazas, lleno de fogonazos, de un lirismo atenazador cargado de amenazas.