David Lynch regresa al país de las pesadillas
La distribuidora Avalon reestrena en salas de cine ocho películas de la filmografía del icónico y visionario cineasta
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Tarda una eternidad entre proyecto y proyecto, pero David Lynch nunca para. Durante la pandemia ha aprovechado para colgar a diario, religiosamente, en su canal de YouTube, su parte meteorológico de Los Angeles, prometiéndonos días soleados entre tazas de café humeantes y, a veces, con barba de tres días. Enigmáticos mensajes que provienen del espacio exterior, y que, lejos de ser enfermizos o perturbadores, adjetivos con los que se asocia lo lynchiano, pretenden ser el bálsamo pacificador que un adicto a la meditación trascendental, que cree tanto en la luz como en su némesis, las sombras, nos envía como antídoto del miedo. Mensajes para que no lo echemos de menos. Este mes de junio será imposible, porque, a falta de novedades, Lynch se ha convertido en el evento del preverano: en una política de reposición masiva similar a la que montó el pasado invierno con Wong Kar-Wai, la distribuidora Avalon reestrenará a partir del viernes 11, ocho de los diez largometrajes de su filmografía -faltan “Dune” e “Inland Empire”- en versiones remasterizadas, con presentaciones especiales y con el valor añadido de la proyección de todos sus cortos (atención al horario de las carteleras).
Este meteorólogo improvisado, el más visionario de todos los cineastas de la posmodernidad, prefiere las casas desnudas porque no le gustan los muebles de las tiendas (se los diseña él mismo); tiene prohibido cocinar en casa porque los olores impregnan sus pinturas y esculturas; come siempre lo mismo -es fan del ‘fast food’- hasta que se cansa (ensaladas de sabor indistinguible, batidos de chocolate) y cambia de menú; y puede irrumpir a llorar en la sala de montaje cuando escucha una canción. En los tiempos en que se convirtió en imagen de lo ‘chic’, cuando salía con Isabella Rossellini, en la segunda mitad de los ochenta, parecía tener que justificar sus extravagancias como si fueran las rutinas que le hacían ser normal, solo que con una normalidad distinta a las otras. Con su habitual perspicacia Rossellini lo definió como “una persona que ha mantenido su vida muy simple para no tener que pensar en ella, y poder así sentarse y ocuparse de sus visiones”. En sus “visiones”, en aquel bebé-cordero y aquella Chica del Radiador de “Cabeza borradora”, el cómico Mel Brooks percibió la extraña sensibilidad de un hombre que creía en la transmigración de las almas y la trascendencia del cosmos sin necesidad de recurrir a la jerga budista ni resultar cursi, y así, en una decisión ‘kamikaze’, le encargó la dirección de la maravillosa “El hombre elefante”.
Para sus detractores, esa y su otra película ‘sentimental’, “Una historia verdadera”, son sus mejores títulos, precisamente porque parecen las menos lynchianas. Craso error, que ahora podrá enmendarse en pantalla grande: la primera es el paradigma de la anti-’monster movie’, la insólita historia de un monstruo, como decía el crítico Serge Daney, que tiene miedo de los seres humanos; la segunda es la anti-’road movie’, que, a ocho kilómetros por hora, retrata la utopía americana como un paisaje lento y melancólico, donde la pureza y la bondad son del color del sol que amanece. Ambas películas, de una extrema disidencia, encuentran en el cosmos, en el cielo estrellado, la respuesta a los misterios del universo. Los que se acerquen a las salas a redescubrir el cine de Lynch comprobarán que es mucho más luminoso de lo que parece, aunque para que surja la luz haya que morder la oscuridad de la noche. Dougie Jones, uno de los ‘doppelgangers’ del agente Cooper en la tercera temporada de “Twin Peaks”, la serie que dio carpetazo a la presunta novedad de la ficción televisiva norteamericana, es un ser de pura luz, que ha viajado por los cables eléctricos de la Quinta Dimensión para aparecer en el mundo como un niño que tiene que aprender a hablar otra vez.
Las dicotomías asimétricas del mundo lynchiano -los escarabajos que luchan bajo el césped, con las rosas rojas y el cielo azul fuera de campo, en “Terciopelo azul”; la historia de amor entre dos mujeres que se suicida en el sueño de una muerta en “Mulholland Drive”; la fuga psicogénica de “Carretera perdida”; el pueblo atravesado por el aliento de un secreto colectivo, abismado en ese infierno de una dimensión paralela llamado la Habitación Roja en “Twin Peaks, fuego camina conmigo”- son el eje vertebral, bipolar o fractal, de un universo incomparable, que ha manejado lo macabro y lo siniestro, lo pasional y lo trágico, desde una perspectiva que habría aplaudido el mismísimo Buñuel.
Lynch ha sido víctima (muy a su pesar) de las modas que le encumbraron en lo más alto del olimpo de las revistas de tendencias -la Palma de Oro en el Festival de Cannes por “Corazón salvaje” y el clamoroso éxito de la primera temporada de “Twin Peaks”, en 1990- para después echarlo a patadas del podio -los abucheos en Cannes, dos años después, a “Fuego camina conmigo”; la cancelación por parte de la ABC del episodio piloto de “Mulholland Drive”, felizmente reconvertido en una de las más incontestables obras maestras del cine del siglo XXI-, y, sin embargo, lo que le ha mantenido en pie es su resistencia a dar el brazo a torcer. A este meteorólogo, recuérdenlo, no hay quien le tosa.
Si hay algo que demuestra la importancia de este mes dedicado a Lynch, es que su cine hay que verlo en salas. En ninguna otra parte disfrutarán de su orgánico, monumental diseño de sonido. Nunca sabrán cómo suena un incendio, o una herida, o el zumbido de una lámpara, o una fábrica abandonada, o un grito, o el “Deranged” de David Bowie, o un cigarro consumiéndose, o un pollo asado desangrándose. Nunca habrán visto realmente un primer plano si no han disfrutado de “Terciopelo azul” o “Corazón salvaje” en un cine: no habrán visto el maquillaje de labios difuminado por una bofetada de Isabella Rossellini, ni la cara endemoniada de Diane Ladd, ni los labios aplastados de Willem Dafoe susurrando “Fuck Me” ni habrán viajado al fondo de una oreja cortada y roída por las hormigas. No se pierdan la experiencia, porque bien vale ocho entradas.