Arte
Lleva desde principios de los años ochenta viviendo en la selva guatemalteca, acostumbrándose al abandono sistemático de las necesidades materiales y abrazando los estímulos de la naturaleza, pero Vivian Suter parece no haber perdido su metódica coquetería. Minutos antes de atender a LA RAZÓN en el interior del Palacio de Velázquez, lugar escogido para la exhibición de la muestra que reúne más de 500 obras de la artista, observamos cómo esta mujer, enamorada de las proximidades de Panajachel se mete discretamente en una pequeña salita del espacio para peinarse y aplicarse algo de rímel en las pestañas. “No me expreso del todo bien, por eso pinto”, reconoce con cierto pudor.
Queda claro tras un vistazo exhaustivo por los inmensos telares que componen la muestra, que si las pinturas de Suter fueran palabras, se escribirían con ellas grandes historias. En sus creaciones existe un vínculo intenso entre dos culturas y la base compositiva de sus telas es el resultado de un mestizaje del mundo occidental y el contexto guatemalteco: técnicas, miradas y formas de pensamiento que se entremezclan sobre los lienzos, la pintura y la naturaleza (hasta el punto de que en algunas de las pinturas expuestas la naturaleza presenta huellas de hojas, barro, madera, viento e incluso de sus perros). Trascendiendo la figura del artista extranjero seducido por el exotismo, Suter es inevitablemente una forastera que crea un nuevo vínculo con su entorno.
Pese a que su práctica artística siempre se ha mantenido cercana a la escena artística de Basilea, ciudad donde vivió entre 1962 y 1982, y en cuya escuela de arte se formó y donde realiza sus primeras obras a finales de la década de los 60, la falta de motivación precipitó su marcha, pero también la pompa farisea y artificial de los circuitos artísticos: “La civilización no me estimulaba, estaba buscando tranquilidad para poder concentrarme más en mi trabajo. Pero no lo buscaba, lo encontré y me quedé. Mi primera exposición fue a los 19 años. Cuando me salí del contexto artístico europeo para encontrar mi identidad como pintora me olvidaron. Ya no participaba en todos esos eventos sociales que tan poco me gustaban. Tampoco los comentarios, las críticas ni las envidias entre los propios artistas”, comenta. Aunque también admite que “me enamoré y eso ayudó bastante en la decisión de no irme”.
Aprovechando estratégicamente las ventajas estructurales de un edificio como el Palacio de Velázquez, la artista ha decidido instalar sus pinturas sin fechar, desnudas, desprovistas de bastidores y marcos que las opriman, en la nave central, con el objetivo de crear un entorno envolvente, primitivo, tribal y profundamente colorista. De trasladar al visitante al corazón de lo selvático. Describe su estudio actual en Guatemala con verdadero entusiasmo: “Tienes que ir a verlo, es un lugar realmente hermoso. Hay tres volcanes y un lago, la gente es excepcional y tanto el clima como la vegetación son fantásticos”, y reflexiona de forma pausada sobre la deriva de su creatividad y su relación con lo natural: “Es difícil pensar en el destino de mis caminos artísticos si no hubieran ido de la mano de la naturaleza. Si te fijas en algunas de estas obras, hay mucho material de los ochenta en donde las formas son irregulares, trabajé mucho tiempo en una pieza y tenía ganas de no trabajar la irregularidad de lo de fuera, sino en la que otorga el propio interior de las cosas. Quería guiarme por el gesto, por el trazo, por la pintura. La verdad es que me preocupa mucho la forma que tiene el ser humano de relacionarse con el entorno. Desde hace tiempo veo el agua morirse y me produce una gran tristeza. No estamos suficientemente educados”, explica.
Tras un año pandémico lastrado por el estancamiento de lo cultural, Suter reivindica la función del artista en el contexto social y destaca la inercia de retorno de algunos: “Nuestra tarea creo que debe ser enseñar a las personas qué hicieron con la naturaleza. Mucha gente ha sentido la necesidad de retornar a sus raíces y yo, que vivo en la selva, lo he notado”, indica esta pintora expresiva y desbocada cuya relación con los colores es intuitiva y voluntariamente precaria, –”trabajo mucho en los barrios también y a veces allí casi se me escapan de los ojos, van muy rápido”–, casi tanto como su vida.