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Historia

Catalina la Grande, la emperatriz que declaró la guerra a los antivacunas

Una casa de subastas saca a la venta una carta de ella que insta a vacunar a toda la población contra la viruela

Retrato de Catalina la Grande, de Fedor Rokotov
Retrato de Catalina la Grande, de Fedor Rokotovlarazon

Catalina la Grande tenía la impronta de las mujeres con carácter y las reinas dotadas de previsión, mando sólido, con horizonte político, un buen alcance de visión, y que hoy, para mayor gloria de ella, cuenta con leyenda adherida a su nombre que revela quién fue y lo que hizo. Trajo la Ilustración a Rusia y convirtió a San Petersburgo, la llamada Venecia del norte, en una nueva y elegante Versalles. Una ciudad de la que pudieron sentirse orgullosos hasta los mismos bolcheviques, que por algo le cambiaron el nombre y le pusieron Leningrado para honrar a un líder que él único símbolo que entendía era el de la hoz y el martillo. Catalina la Grande, inteligente, avanzada, con iniciativa, sin absurdos complejos, con una vida salpicada de amantes y tirana cuando le convenía, simultaneaba sus inclinaciones intelectuales con el mundanal ejercicio de la política; entablaba amistad con filósofos del corte de Voltaire y al mismo tiempo se preocupaba por ensanchar el lejano territorio de las fronteras y, también, de legislar de acuerdo a su época y no a las tradiciones vernáculas, siempre lastradas de injusticias y de costumbres que demoran el progreso. Pero, también, se preocupó de asuntos Estado de mayor urgencia, aunque insospechados para muchos, y que ahora asoman, de manera casual, en un lote que sale a la venta en una puja londinense. La casa de subastas McDougall’s pone a la venta una carta rubricada con su firma y fechada en 1787 dirigida al pintor Dmitry Levitsky, originario de Ucrania, ese país que ahora, por cortesía y favor de Putin, se ha puesto de moda. En la misiva, redactada con una caligrafía de una pulcritud y un orden capaz de avergonzar al más avezado de los pendolistas y llenar de rubor a cualquier estudiante que tome apuntes en la facultad, instaba a que todos los ciudadanos se vacunaran contra la viruela, una de las dos únicas enfermedades erradicadas, si hacemos caso a la Organización Mundial de la Salud. Catalina fue la primera mujer en vacunarse en Rusia. Lo hizo en el remoto año de 1768, dando ya prueba de que un gobernante debe dar ejemplo a su pueblo y borrar, entre los temerosos y titubeantes, estúpidos miedos extravagantes teorías conspiranoicas de vino y sobremesa. En aquel, tiempo ella, tan moderna, tan puesta en su centuria, instó, vaya tomando nota quien tenga que hacerlo, a que los monasterios, las iglesias y los conventos se convirtieran en centros de vacunación y aseguraba al remitente, con ese ruego que en el fondo es orden, que la suya era una de las misiones más importantes y serias: «Introducir la inoculación contra la viruela», porque, aseguraba, «causa gran daño entre la gente común». Por si la línea presentaba alguna ambigüedad inexcusable, remataba: «Esta vacuna debería ser común en todas partes». Hay que tener presente que la viruela ya había borrado del mapa europeo a 70 millones de personas, una cifra para empezar ya a ser prácticos. Tiene gracia que esta lección, que quedó asumida en el siglo XVIII, no haya quedado grabada en la testa de tantos, que aún se muestren renuentes. Y que por ahí exista tanto antivacunas que no se apea de sus ideas, aunque eso suponga contagiar al de al lado o que la vayan palmando uno a uno, como está sucediendo.