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“¿Qué vemos cuando miramos al cielo?”: el amor en tiempos de magia

El director georgiano Alexandre Koberidze se aleja de la ortodoxia para narrar el carácter indescifrable del enamoramiento, homenaje a Messi incluido
La Razón
  • Periodista. Amante de muchas cosas. Experta oficial de ninguna. Admiradora tardía de Kiarostami y Rohmer. Hablo alto, llego tarde y escribo en La Razón

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Igual que en aquella escena de «El rayo verde» cargada de pretendido y casuístico encanto rohmeriano en la que Delphine, esa joven rendida por completo a la grisura de una abulia sentimental permanente, descubre tras un fugaz intercambio de miradas con un desconocido que acaba de sentarse frente a ella en el interior de una estación de tren que existen motivos para seguir creyendo en el amor –justo cuando estaba a un fracaso más de abdicar para siempre–, los dos protagonistas del que ya es el segundo largometraje del director Alexandre Koberidze, «¿Qué vemos cuando miramos al cielo?», solo necesitan una señal caprichosa del destino, un choque fortuito de sus cuerpos y la consiguiente caída del libro de uno de ellos, para dejarse llevar por sus impredecibles consignas.
Salpicada con las bautismales aguas del Premio FIPRESCI durante la pasada edición de la Berlinale, la cinta del realizador georgiano incluye tal cantidad de elementos narrativos anómalos en el terreno de lo audiovisual, tantos compendios de originalidad hechizante y tanta lejanía consciente de las temáticas imperantes que sostienen la arquitectura de lo mainstream que el mero hecho de intentar sintetizar el argumento de la historia con la única colaboración de las palabras, se convierte en un ejercicio profundamente insuficiente. Para enriquecer el propósito, Koberidze nos recibe desde su casa en Georgia por videoconferencia con la aventajada luz de la diferencia horaria (allí es mediodía) y con un austero escenario compuesto por una pared y un sofá similar a algunos de sus calibrados y estéticos encuadres.
Antes de contestar a una pregunta que alude a la posible existencia de un paralelismo entre dirigir y enamorarse, el cineasta advierte de su condición de pensador lento, pero consigue arrancar su discurso sin pausa alguna. «Para mí dirigir es algo que forma parte de mi vida y que siempre he intentado entender. Entender el camino que siguen mis sentimientos y percatarme de que a medida que lo voy haciendo, profesionalmente pienso que sé más y más y más y de repente me doy cuenta de que todo lo que creía saber puede que no sea cierto. Cuando dirijo siento que las piezas, tanto técnicas como personales, se mueven todo el rato, que lo que hago forma parte de un tipo de lenguaje. Y por supuesto, a lo largo de la historia del cine muchos directores han intentado entender este lenguaje sin saber cómo funcionaba pero si de algo me he dado cuenta es de que todavía me fascina ese componente críptico, subjetivo, mágico e inexplicable del cine», señala.
Y continúa: «Hace unos meses tuve la oportunidad de disfrutar de unas cuantas películas proyectadas en un festival de cine de aquí de Tbilisi y una de ellas era “Tres pisos”, de Nanni Moretti. Bueno pues resulta que entendí cómo estaba hecha, entendí las herramientas utilizadas por el director y sin embargo cuando acabé de verla me ocurrió algo extraño, sentí que algo pasaba dentro de mi cabeza. Fue una película muy importante para mí y no soy capaz de averiguar cómo en este caso Nani Moretti consiguió que lo fuese. No tengo ninguna explicación concreta para describir lo que pasó y lo extraordinario de esto es que lo sentí, aunque entendiera las bases (e incluso aunque no fuera la mejor película de Moretti, al que admiro mucho) y creo que eso es precisamente lo que pasa con el amor. Nunca he tratado de entender su filosofía ni su significado, para mí es algo que tiene que ver con lo inexplicable», afirma el también autor de «Let the Summer Never Come Again», su ópera prima de carácter experimental en la que ya dejaba ver, entre otras particularidades, su querencia por la dilatación del tiempo (avalada por unos 200 minutos de duración que poco distan de los 150 de «¿Qué vemos cuando miramos al cielo?»).
El escenario topográfico sobre el que se asienta esta historia de amor extraña, discontinua y poéticamente costumbrista narrada por la propia voz de Koberidze en la que Lisa y Giorgi, sus asépticos protagonistas, caen víctimas de un embrujo transformador la misma noche en la que se conocen que les impide reconocerse al día siguiente, recae en la ciudad georgiana de Kutaisi y todo lo que ocurre en ella, desde la caída de un vaso de cristal en un mantel blanco, hasta las arrugas del plástico que envuelve el tradicional «khachapuri», el balanceo de una pelota a la deriva que vaga por el río Rioni, el sudor ralentizado de unos chavales jugando al fútbol o el júbilo colectivo de sus gentes durante el Mundial de 2014, deviene en alegoría, en fabulación ininterrumpida de pequeñas historias. “En 2014 se celebró la Copa Mundial de Fútbol en Brasil donde Leo Messi perdió contra los alemanes y yo estaba convencido de que iba a ganarles como gran aficionado suyo que soy. Me entristeció mucho este acontecimiento y estaba viendo el partido precisamente en Alemania, de modo que pensé, tengo que intentar cambiar el resultado. Es evidente que estando delante de la tele no podía hacer nada, así que empecé a pensar, ¿y si cambio esta realidad por la que yo hubiera preferido que sucediese a través de una película? A partir de ahí tuve claro que mi próximo trabajo bien en forma de comedia, de drama o de musical iba a hacer que Messi ganara. Esa fue la primera y pequeñísima idea con la que empecé y por eso cuando comencé a escribir el guión pensé que al menos unas cuantas líneas sobre este tema debían estar ahí”, cuenta el realizador sobre la génesis de la cinta.
La segunda idea, remite directamente al componente romántico: “La segunda idea era hacer que durante la mitad de la cinta aproximadamente la historia se centrara en dos personas a las que ves enamorarse y que después de la noche en la que se conocen y se separan respectivamente para volver a sus casas, se levanten cambiados y no puedan comunicarse esta aparente e inesperada fatalidad. Necesitaba gastar al menos una hora en mostrar los tiempos lentos que requiere el amor, lo increíble que es el proceso de encontrarlo y lo milagroso que termina siendo experimentarlo”
Seres imperfectos
Según Koberidze, el convencionalismo en las historias de amor puede incurrir en el aburrimiento: «Realmente creo que es posible aburrirse de las historias en general, no solo en las de amor. Lo que más aburrimiento puede causarte de una cinta es cómo está hecha. En las historias de amor tradicionales hay algo que sí que me cansa tal vez un poco y es que enseguida sabes cómo empieza todo y te preparan mucho para que seas consciente de cómo va a acabar. Y luego hay cosas que desde mi punto de vista resultan innecesarias, relacionadas con el placer, con el deseo corporal. Cuando la pareja se va a la cama y empiezan a besarse. Eso me parece prescindible a veces, excepto en algunas películas de Pedro Almodóvar por ejemplo, que suele ser muy pertinente”. Y es que claro, aquí lo que importa en realidad, es la arquitectura errática de la magia.
«Es necesario introducir el factor inesperado de la magia, del destino, de la suerte en mis películas porque es un tema sobre el que pienso de manera recurrente. Nunca sabes lo que va ocurrir, todos nos refugiamos en esa especie de sistema de creencias que utilizamos para entender la vida. ¿Todo está escrito y no puedes hacer nada para cambiarlo? ¿Simplemente es todo una gran coincidencia? Haciendo esta película me he cuestionado mucho sobre estas cosas. Creo que la coincidencia forma parte de nuestra condición de seres imperfectos porque en muchos momentos no podemos tener control sobre casi nadie ni casi nada y ya que el final va a ser el mismo para todos, es importante dejarse sorprender», remata con una sonrisa en forma de media luna este prodigioso tímido, con extraordinaria sensibilidad para la belleza.