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Marías, a resguardo de la muerte

Javier Marías fallecía ayer a los 70 años tras las complicaciones derivadas de una neumonía
Cristina Bejarano
La Razón
  • Javier Menéndez Flores

    Javier Menéndez Flores

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Javier Marías se lleva a quién sabe dónde todo un género literario que empezó en él –más allá de la influencia ejercida por su maestro Juan Benet– y que no tiene continuador posible. Eso tan manoseado y sin embargo fundamental en literatura que es la voz propia, la huella digital, se cumplió en su caso de un modo superlativo. Apenas quedan narradores españoles que pertenezcan a esa estirpe (personalísimos, únicos, ajenos a la delirante ruleta de la moda y el mercado), pero no citaré sus nombres porque hoy es el día (la larga noche) de Marías, y merece un primerísimo primer plano y que nadie le hurte un solo centímetro de espacio. Como los escritores inmensos, Marías se sirvió de unos resortes inequívocamente propios para construir un mundo que excede las historias que creó y que se mete en el cuerpo del lector como un aliento desasosegante. Un universo que encierra unas obsesiones que carecen de antídoto y que marcan a fuego las vidas de los seres humanos: la culpa, la imposibilidad de olvidar, el amor como una gumía que desconoce la clemencia.
Al igual que en todo escritor químicamente puro, en la literatura de Marías importa tanto lo que se cuenta como el modo en que se hace. Su estilo anti-bestseller, trabajadísimo, denso, críptico muchas veces, era y es un muro insalvable para los lectores de fin de semana. Nadie se expresó ni se expresa en la narrativa actual con esas digresiones sin fin que son enemigas íntimas del lenguaje cinematográfico que fabrican, como si de salchichas se tratara, los grandes sellos editoriales, y que demandan los lectores perezosos. Hacía, en fin, Literatura, con mayúscula, que es lo que casi nadie hace, por paradójico que resulte, en nuestro alicorto panorama literario. Y ese fue, quizá, su mayor rasgo de rebeldía como autor. Su sublime refugio.
En lo que respecta a la hoguera de las vanidades y el ruido exterior, era tan alérgico a los cócteles y los eventos del mundillo de las letras como a la estupidez. No ejercía de hombre en la sombra, ojo, al estilo de Salinger, Pynchon o Cormac McCarthy, ni vivía cual ermitaño o terrorista. Pero sus apariciones en los medios (casi siempre escritos) fueron de más a menos, y en los últimos años sólo se concretaban cuando publicaba una nueva novela o cuando algún periodista idólatra e indesmayable (nunca fue de capillitas ni de cofradías, aunque tenía su pequeño círculo de íntimos en las letras y en el cine) conseguía, después de mucho rogarle, que le concediera una entrevista. Una de esas entrevistas en las que era raro no estar de acuerdo con él y asentir en silencio como quien sigue el ritmo de un instrumento musical. Pero aun en las ocasiones en que discrepabas de sus puntos de vista, lo que nunca se le podía reprochar era falta de consecuencia. No obstante, cada semana rompía esa semi-invisibilidad para ofrecer su visión del mundo en la página que firmaba en el diario El País (que no por casualidad llevaba por título “La zona fantasma”), y desde la que cargaba contra quien hiciera falta con la flema de un noble inglés y el arma infalible del argumento pulcramente hilvanado.
Con Marías ha muerto un género literario, sí, pero, sobre todo, ha muerto un escritor. Una especie en extinción. Como el tigre de Sumatra o el leopardo de las nieves. Alguien para quien escribir no era limitarse a juntar palabras para contentar a un público falto de criterio, sino un acto sagrado y, a su manera, épico. Para él, como señaló André Gide, escribir era poner algo a resguardo de la muerte. Y vaya si lo ha logrado.