Javier Marías, el dueño del estilo
Los textos de Javier Marías eran reconocibles por su escritura certera, ya fueran novelas o columnas desde las que se declaró enemigo de la corrección política
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Al conocer la noticia de la muerte de Javier Marías, y aunque nos queda su obra literaria, muchos lectores nos hemos quedado sin el referente personal de una escritura única e irrepetible. Narrador, ensayista, columnista, traductor, polemista impenitente, su figura intelectual aparece marcada por el rigor estilístico, el compromiso civil, la agitación cultural y el pensamiento crítico. Si se puede hablar perfectamente de un «estilo Marías» es porque ha sabido crear una estructura narrativa que, genéricamente, integra el relato sentimental, la novela policíaca y de espionaje, la intriga irónicamente humorística, la fábula metafórica y la ficción simbólica. Abominando –desde la admiración lectora– del realismo clásico, su obra pretende una reconsideración del argumento narrativo convencional, consiguiendo una estructura novelística cíclica y circular, en la que un lector activo debe desentrañar las claves de la historia, su sentido frecuentemente oculto. Logró, por otro lado, la conformación de sólidos (en sus contradicciones) personajes como Javier Deza, el protagonista-narrador de “Tu rostro mañana”, novela que comienza por cierto con estas sorprendentes palabras: «No debería uno contar nunca nada»; o Berta Isla y Tomás Nevinson, insólita pareja de desconcertantes secretos e impenetrables misterios, y que ceden su nombre al título de dos sendas novelas; o la melancólica y enigmática Natalia Manur, así como su marido banquero, entre otros seres de ficción inolvidables. Se da la curiosidad de que, sin ser precisamente Galdós su más admirado referente literario, coincidirá con él en la voluntad de repetir personajes en diferentes novelas, con lo que creaba la impresión de un inmenso friso narrativo, de un mundo propio, cerrado y autónomo, con su propia figuración de anécdotas, perfiles y situaciones.
Influencia anglosajona
Su narrativa parte de una admiración hacia la literatura anglosajona que impregnará su estilo y definirá sus dedicaciones intelectuales; baste recordar al respecto su modélica traducción de «Tristam Shandy», de Laurence Sterne, u otras obras de escritores, como Joseph Conrad, W.B. Yeats, W.H. Auden o William Faulkner, entre otros. A propósito de este último declaró: «Cualquiera que tenga curiosidad por la novela del siglo XX en cualquier idioma tiene la obligación de leer a William Faulkner». De él tomó la justificada complejidad argumental, la hierática frialdad de los personajes, la abrumadora presencia del pasado en la trama, y la imprevisibilidad del azaroso destino. Mucho tuvo que ver en esto otro acérrimo faulkneriano, su gran amigo Juan Benet.
Dominó por igual, aunque lo frecuentara menos, el relato breve, con la habilidad de concentrar una historia en las pocas palabras finales de, por ejemplo, un cuento como «En el viaje de novios», crónica de un malentendido con apariencia de infidelidad amorosa: «En ese momento me eché hacia atrás y entorné las puertas del balcón, pero antes de hacerlo pude ver que la mujer de la calle, con su enorme bolso anticuado y sus zapatos de tacón de aguja y sus piernas robustas y sus andares tambaleantes, desaparecía de mi campo visual porque entraba ya en el hotel, dispuesta a subir en mi busca y a que tuviera lugar la cita. Sentí un vacío al pensar en lo que podría decirle a mi mujer enferma para explicar la intromisión que estaba a punto de producirse. Estábamos en nuestro viaje de novios, y en ese viaje no se quiere la intromisión de un extraño, aunque yo no fuera un extraño, creo, para quien ya subía por las escaleras. Sentí un vacío y cerré el balcón. Me preparé para abrir la puerta».
No resulta menos reconocida y reconocible su dedicación al columnismo periodístico, dando rienda suelta aquí a un afán de contumaz polemista. Sus argumentos y disquisiciones se sustentaban, con criterio racionalista, en el sentido común, la implicación social, y el compromiso con una idea humanista de la cultura. En este sentido, criticó implacablemente el abandono de las Humanidades en los planes de estudios, el descrédito pedagógico de la memorización escolar, y el desinterés de las instituciones hacia los proyectos culturales. En entrañable amistad, estableció un curioso juego de polemistas «espadachines», con Arturo Pérez Reverte, modelo ambos del mejor columnismo literario. Desde su insobornable independencia, se declaró enemigo acérrimo de la corrección política o de la soterrada censura del progresismo biempensante, recreándose en un estilo ágil y vivaz, contundente y desinhibido. Empezaba de este modo un artículo titulado «Así que pasen treinta años»: «Uno se da cuenta, al cabo del tiempo, de que algunas tristezas nunca se pasan y algunas personas nunca se olvidan». Y mucho menos a Javier Marías