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Los amores “prohibidos” de Carson McCullers

Jenn Shapland ahonda en su nuevo libro los rincones más ocultos en la vida de la gran escritora estadounidense
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  • Víctor Fernández está en LA RAZÓN desde que publicó su primer artículo en diciembre de 1999. Periodista cultural y otras cosas en forma de libro, como comisario de exposiciones o editor de Lorca, Dalí, Pla, Machado o Hernández.

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Cuando un escritor nos dice adiós resulta un tópico afirmar que nos queda su obra y que es ahí donde encontraremos todo lo que ha sido ese creador. Pero igualmente tenemos, como una herramienta de conocimiento, su archivo personal. Eso es lo que encontró una becaria que trabajaba en el centro Harry Ransom, biblioteca situada en el campus Austin de la Universidad de Texas donde se conservan los fondos de autores como Lewis Carroll, James Joyce, Gabriel García Márquez o David Foster Wallace. La estudiante atendió la petición de un investigador que quería saber algo más de la correspondencia entre Carson McCullers y la fotógrafa y escritora suiza Annemarie Clarac-Schwarzenbach. Apareció en la carpeta número 29.4 y allí las empezó a leer Jenn Shapland.
Ella es la autora de «Mi autobiografía de Carson McCullers», un libro que trata de una búsqueda a partir de quien firmó algunas de las mejores páginas de la literatura estadounidense del siglo pasado, como demostró en «Reflejos en un ojo dorado» y «El corazón es un cazador solitario». Shapland descubrió en esas misivas olvidadas lo que era una historia de amor entre mujeres, una intimidad literaria. Annemarie le decía «gracias eternamente... Carson, recuerda nuestros momentos de conexión y cuánto te amaba. No te olvides de la magnífica obligación de trabajar, no te dejes seducir, escribe, y, querida, cuídate. Como yo lo haré. (En Sils escribí. Solo unas cuantas páginas, te gustarían), y nunca olvides, te lo ruego, lo que a nosotras nos ha conmovido tan profundamente. Tu Annemarie, con todo mi cariño».
En el momento justo
El hallazgo llegó para la autora del libro que ahora publica Dos Bigotes en el momento justo, lo que ella misma califica como el final de «la gran catástrofe que fue fraguándose poco a poco durante mi veintena: no romper del todo con mi primer amor, una mujer de Texas que había conocido cuando estábamos en el primer año de carrera en Vermont y con la que pasé seis años de pareja en el armario».
Carson se convirtió en un buen espejo para Jenn. Se cortó el pelo a la semana de descubrir esas cartas. Un año más tarde, «me sentiría más o menos cómoda al llamarme a mí misma lesbiana por primera vez». Pero la saga/búsqueda de la escritora no acabó ahí porque la autora de este volumen se encargó de la catalogación de los efectos especiales que se guardaban en el Centro Ransom, no solo materiales literarios, sino ropa y objetos personales. El punto álgido de este proceso llegaría cuando Jenn Shapland vivió durante un mes en la casa en la que McCullers pasó su infancia en Columbus.
Cuando se leen estas páginas es inevitable acordarse, por ejemplo, de Jacques Guérin, aquel empresario parisino, que invirtió su mucho dinero para poder lograr cuanto había en el mercado referido a Marcel Proust. Todo ello se explica en un apasionante libro de Lorenza Foschini titulado «El abrigo de Proust». Guérin llegó a recrear en su mansión el dormitorio en el que vivió, escribió y murió el autor del ciclo novelístico «En busca del tiempo perdido», además de conservar su célebre abrigo. Pero había otro motivo, y es que el coleccionista era también un homosexual que se sentía identificado con el mundo público y privado del gran escritor. Un espejo, por tanto, muy parecido al que Jenn Shapland ha empleado.
En 2013 se produce un hecho importante para el estudio de la figura de Carson McCullers. Fue en ese año cuando falleció Mary Mercer, la doctora que había tratado a la escritora. Las transcripciones de las sesiones de terapia aparecieron un año más tarde en la tercera planta de la Universidad Estatal de Columbus. Luego, Shapland fue allí para fotocopiar y escanear los documentos de la narradora depositados en dicho fondo. Carson encaró esos encuentros con su terapeuta como un material para una hipotética autobiografía, pero no llegó a prosperar la idea. «Puede que Carson no llegase a considerarlas un libro, pero yo sí. En ellas veo la única historia que escribió: la de una inadaptada y solitaria mujer que tiene que lidiar con su yo oculto y es incapaz de articular sus propios anhelos», admite Shapland en su trabajo.
El libro nos sirve también para saber la manera en que trabajan algunos biógrafos, cómo en ocasiones se prefiere maquillar aspectos de la vida privada del protagonista porque no es el momento de contarlos, es mejor que todo siga oculto, atado y demasiado atado. Es normal que cuando aparecen textos, como las sesiones de terapia de Carson con Mary, todo salte por los aires. Puede que eso ocurra también, por ejemplo, cuando se liberen varios de los documentos que existen sobre las reuniones que tuvo un psicoanalista de Los Ángeles llamado Ralph Greenson con la que fue su paciente más famosa, una actriz llamada Norma Jeane Mortenson, pero que hoy recordamos como Marilyn Monroe y que, todo sea dicho, fue admiradora y amiga de Carson McCullers.
Es, por tanto, lógico que el estupendo libro de Jenn Shapland nos demuestre que una escritora, en este caso McCullers, pueda servir para destapar velos, para deshacerse de ciertos tapujos que la sociedad o, mejor dicho, una parte de esta, provoca que muchos no puedan expresarse libremente. Las transcripciones de esas sesiones con Mary Mercer hacen que salga a la superficie quien estaba en «la cueva de la soledad», la misma de la que pudo salir Shapland.

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