Montecassino, un infierno camino a Roma
El edificio era un magnífico observatorio para los alemanes capaz de aplastar la moral de unos soldados estadounidenses que combatían y morían sin posibilidad de acercarse a la victoria
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«Hoy estamos combatiendo en un país que ha contribuido mucho a nuestra herencia cultural, un país rico en monumentos que, con su creación, contribuyeron, y ahora en su vejez ilustran, al desarrollo de nuestra civilización. Debemos respetar esos monumentos en la medida en que lo permite la guerra». Así comenzaba una orden del general Dwight D. Eisenhower, comandante en jefe de las fuerzas aliadas en el Mediterráneo, para la protección de los tesoros artísticos de Italia. Era el 29 de diciembre de 1943 y en apenas dos meses los aliados occidentales iban a enfrentarse a un desafío formidable, la línea Gustav alemana, en cuyo centro se alzaba la abadía de Montecassino. Este edificio, fundado en torno al año 529 por San Benito de Nursia, que había sufrido los ataques de lombardos y árabes y visto marchar bajo sus muros a normandos, españoles y a los franceses de Napoleón, que lo saquearon en 1799, no iba a tardar en enfrentarse a una de las grandes preguntas de la guerra: ¿qué vale más, la vida de un soldado o la preservación de un monumento artístico?
Un invierno terrible
Para llegar hasta allí, las tropas aliadas en Italia habían tenido que superar no solo las líneas defensivas alemanas, sino también las montañas, los valles encajonados y un invierno terrible. El 1 de octubre tomaron Nápoles, que debía ser uno de los puntos clave de su línea de suministro, pero la ciudad estaba en ruinas y el puerto fue inutilizado; quince días después asaltaron la línea del Volturno, cuya rápida corriente supuso todo un desafío; y en noviembre los periódicos se llenaron de nombres como Sanmucro, La Difensa, Maggiore, Lungo o Monna Casale, imponentes macizos rocosos en cuya conquista se desangraron británicos, estadounidenses, franceses e incluso italianos. Su objetivo era Roma, una de las capitales del Eje, aunque ya bajo control alemán tras la rendición de su socio meridional, pero para alcanzarlo tenían que cruzar el Garellano y avanzar por el valle del Liri, más ríos encajados entre cumbres, sobre una de las cuales, Montecassino, se alzaba la abadía.
Tras varios asaltos y sangrientas derrotas, el monumento no tardó en convertirse en un ojo que todo lo ve capaz de aplastar la moral de los soldados que se esforzaban, combatían y morían convencidos de que, desde allí arriba, los alemanes podían observar cada uno de sus movimientos y dirigir su artillería con precisión para batirlos. Incluso los mandos cayeron subyugados por esta impresión. Algunos «han estado mirando tanto tiempo que ahora ven cosas», afirmaría el general Geoffrey Keyes, del II Cuerpo estadounidense. Para el soldado de a pie, la respuesta a la pregunta era simple: «Los muchachos de la infantería que vienen heridos –escribió Luther Wolff, del 11.º Hospital de Campaña estadounidense– nos dicen que se están llevando una paliza tratando de salvar el monasterio que hay en Cassino, y que les enfada que los peces gordos insistan en preservar el edificio. Simplemente, debemos deshacernos de esa idea de juego limpio y de la actitud de salvemos el monumento. Los soldados están universalmente a favor de destruirlo».
Una importante decisión
No era tan sencillo. La cadena de mando se enfrentaba, por primera vez, a la necesidad de interpretar la orden de Eisenhower, cuyo segundo párrafo indicaba que si había que elegir «entre destruir un monumento famoso y sacrificar a nuestros hombres, entonces las vidas de los soldados son infinitamente más valiosas y hay que eliminar el edificio», pero también que en muchos casos «el monumento puede ser preservado sin detrimento de las necesidades operacionales», y que «a veces se utiliza la expresión “necesidad militar” cuando en realidad habría que hablar de conveniencia militar, o incluso personal». Mientras la cadena de mando aliada en Italia tomaba una decisión no faltaron voces a favor de salvar la abadía. «La pérdida de una ventaja militar temporal –afirmó lord Lang de Lambeth, antiguo arzobispo de Canterbury– no puede compararse a la destrucción definitiva e irreparable de la civilización y la religión». Cuatro generales protagonizaron la decisión final: Tuker, de la 4.ª División india, hizo la solicitud, Freyberg, del Cuerpo Neozelandés, la respaldó, Clark, al mando del Quinto Ejército estadounidense, se opuso, y Alexander, jefe del Decimoquinto Grupo de Ejércitos aliado, dio la orden final.
A las 9.30 horas del 15 de febrero de 1944, el infierno se desató sobre Montecassino, 134 fortalezas volantes B-17, seguidas por 87 bombarderos B-25 Mitchell y B-26 Marauder, arrasaron el edificio, destruyéndolo por completo y convirtiéndolo, precisamente, en aquello que más temían soldados y generales: una magnífica posición defensiva y un observatorio de artillería incomparable. La campaña por la línea Gustav acaba de empezar.
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