El aparato más allá del manido realismo mágico
«Los reyes del mundo», de la directora colombiana Laura Mora, se alzó con la Concha de Oro a la Mejor Película en el Festival de San Sebastián
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En una gala de entrega de premios sin apenas mensajes políticos, quizá por lo reducido del espacio para los discursos, quizá porque las películas ya hablaban por sí solas en esos términos, las palabras de la directora costarricense Valentina Maurel ofrecieron un vergel filosófico en el Festival de San Sebastián. Un buen melón sin abrir, que se dice ahora: «Me gustaría que este premio fuera una invitación vehemente al Presidente y a la Asamblea de Costa Rica para que reconsideren los recortes que le acaban de hacer al presupuesto de cultura. Y me encantaría que ello pudiera impulsar, por fin, la creación de una nueva ley del cine», decía la realizadora de «Tengo sueños eléctricos», película ganadora de la sección Horizontes Latinos. Preguntada por ello unos minutos después, Maurel ahondaba en lo interesante de su discurso: «Muchas veces, el cine latinoamericano se aboca a la co-producción, buscando en Estados Unidos o Europa un dinero que es muy útil para sacar las películas adelante, pero que puede venir de la mano con ideas preconcebidas o erróneas sobre nuestra identidad».
Y la frase, incontestable, encontraba eco justo en el premio gordo. En la Concha de Oro. «Los reyes del mundo», la extraordinaria película de la colombiana Laura Mora sobre un grupo de jóvenes que intenta volver a las tierras que la guerrilla le arrebató a sus antepasados, está financiada por productores de hasta cinco países: Colombia, Luxemburgo, Francia, México y Noruega. No hay, por supuesto, nada de esa mano invisible en la visión dura, realista e informada de la realidad más allá de Medellín que plantea Mora en su película, pero la reflexión de Maura se deja sentir casi como un espectro. La condescendencia de la crítica española, esa que no duda en mentar el dichoso realismo mágico cada vez que alguien en Latinoamérica se atreve a soñar con sus propias venas, bien sea en el cine, bien sea en la literatura, parece incapaz de escapar de su propia idea de lo que debe ser el continente. No se trata de indigenismos baratos y caducos, ni siquiera de entrar en debates de restitución (qué culpa tendrá un señor de Luxemburgo de apostar por un proyecto tan sólido como el de «Los reyes del mundo»), sino de crear redes sólidas que permitan que el cine en el centro y sur de América se cuente sus historias a sí mismo.
Y es que el panorama es desolador, con tan solo Chile, México y Argentina contando con aparatos burocráticos sólidos a la hora de financiar proyectos. Y no hablemos de los documental, de aquello que queda enmarcado en la no-ficción o lo que apenas tiene salida industrial y comercial, condenado a buscarse la vida más allá de las fronteras de la zona e incluso poniéndose en manos de Ulises, normalmente formados en Europa, de segunda o tercera generación. El triunfo de Laura Mora y «Los reyes del mundo» en el Festival de San Sebastián, más que una refrenda a los anteriores pasos por la cita vasca de la directora colombiana, debería ser una llamada a la acción de los gobiernos latinoamericanos. Su cine es, a día de hoy, el más vivo del mundo y el que más posibilidades de expansión tiene en términos culturales. Matarlo, o dejar que se reduzca allende el Atlántico a un espejo del realismo mágico, sería un error imperdonable.