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Un marco con pan de oro para Velázquez

El Museo del Prado presenta «Mercurio y Argos» del artista con un marco que recupera el formato original y permite apreciar mejor los escorzos de la obra y su profundidad
Otero Herranz, AlbertoMuseo del Prado

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Es una de las últimas obras que pintó y también el último testimonio de la única serie que el artista dedicó a temas mitológicos, aunque, de manera individual, sí abordara este asunto, como demuestran «Las hilanderas». «Mercurio y Argos» es, así, un óleo solitario y un poco huérfano o viudo de un cuarteto formado por «Venus y Adonis», «Cupido y Psique» y «Apolo y Marsia». Estas tres últimas pinturas desaparecieron durante el incendio del Alcázar de Madrid y desde entonces los estudiosos y entusiastas de Velázquez sueñan con la aparición de alguna de ellas o, en su ausencia, con un dibujo, un boceto, una copia o una referencia que nos revele cómo eran estas obras extraviadas o destruidas.
El pintor las había hecho para dar un mayor barniz decorativo a las estancias de palacio, en concreto, al Salón de los Espejos. La intención de este plan iconográfico era aportar una apariencia más rica ante el inminente viaje del embajador de Francia, que llegaba a Madrid para acordar el matrimonio entre Luis XIV y María Teresa, un enlace que más tarde se celebró. Estos óleos se convirtieron desde su origen en una oportunidad para trasladar el horizonte del arte más allá y, al mismo tiempo, convertirse en una muestra de hacia dónde se dirigía el talento de Velázquez en sus años finales. O, al menos, es lo que puede desprenderse de la contemplación de la única obra del conjunto que ha sobrevivido.
Javier Portús, jefe de Conservación de Pintura Española hasta 1800 del Museo del Prado, cuenta cómo las leyes de la visión del Renacimiento comenzaban a quedar cortas en el siglo XVII, y los creadores se lanzaron de nuevo a la ardua tarea de experimentar, indagar y revisitar las leyes de la visión para darles nueva anchura y avanzar en su ambición artística. «Mercurio y Argos» es un ejemplo diáfano de cómo Velázquez difumina las figuras para fundirlas con el entorno. Un paso que añadía a la composición una mayor impronta de vida y la acercaba más a la realidad. Esta anticipación pasó desapercibida entre sus coetáneos y solo repararían en ella los creadores del XIX.
Entre el momento de su creación y este descubrimiento decimonónico, el cuadro tuvo una vida asendereada. En el siglo XVIII se decidió instalarla en una de las dependencias del palacio nuevo y se sumarle unos añadidos (unos 25 centímetros en el extremo superior y 10, en el inferior) para adecuar su tamaño a las dimensiones de otras pinturas. Ahora, el Museo del Prado ha provisto a esta tela de un marco en madera de pino y pan de oro de 23 quilates. Un marco semejante al del «Caballero de la mano en el pecho» de El Greco. Un marco que permite contemplar ahora lo que, paradójicamente, dio realce Velázquez. Lo primero que destaca aquí es la destreza del pintor para encuadrar una narración en un espacio tan singular y apaisado, y, lo segundo y más relevante, el violento escorzo de la rodilla de Argos, que parece salirse de la pintura. Unos elementos que nos ayudan a ajustar más nuestra mirada hacia el maestro.