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Abel Quentin: "La justicia social de la cultura woke es más bien sed de venganza"

El escritor publica «El visionario», un fenómeno en Francia, que pone de relieve los males de la cultura woke

El escritor Abel Quentin, finalista del Goncourt
El escritor Abel Quentin, finalista del GoncourtLibros del Asteroide/ Patrice-Normand

Abel Quentin retrata la cultura woke en una divertida sátira, de aires «houellebecquianos». Jean Roscoff, un profesor universitario, se convierte en un peculiar antihéroe cuando reivindica la figura olvidada de un poeta negro norteamericano. La política de la cancelación caerá sobre él sin piedad y convertirá sus días en un tráfago asombros y perplejidades. «El visionario» (Libros del Asteroide), que quedó finalista del Premio Goncourt y aventura a un gran escritor y muestra que el humor es una herramienta contra la intransigencia.

¿No es una ilusión ser «moralmente irreprochable», como dice en su novela respecto a los nuevos movimientos?

Desde luego. La pureza es peligrosa. La idea de pureza dio lugar a los crímenes de Hitler, de Stalin y de Mao. Nadie es moralmente irreprochable, y esta constatación debería llevar a una forma de humildad, a una ética del diálogo. Quien se cree moralmente irreprochable es peligroso. Es el caso de los activistas que acosan a mi narrador, Jean Roscoff.

¿Cuál es el catecismo «New Age» del nuevo antirracismo y la cultura woke?

No hay «un» catecismo coherente, un libro rojo. Es una nebulosa de conceptos y referencias aparecidos en los campus de las universidades estadounidenses que convergen en torno a unas cuantas ideas clave, como la de que vivimos en países donde hace estragos el racismo de Estado. Para la izquierda woke, todas las instituciones incurren en racismo y todos los blancos (y más concretamente los varones blancos heterosexuales y cisgénero) se benefician de un privilegio que los desacredita para hablar de esas cuestiones en el debate público, salvo que se haga un ejercicio de contrición previo que demuestre que son «buenos aliados». Este pensamiento aspira también a reescribir la historia para eliminar las obras y los héroes que no se ajusten al ideal de «inclusividad». Nada está a salvo de su sed de justicia social, que a menudo se parece mucho a una sed de venganza; a veces se pone en entredicho la ciencia y se la acusa de ser un vehículo de la «blanquedad» y del imperialismo occidental.

"La sociedad se encuentra cada vez más dividida, con unas comunidades que viven unas a espaldas de otras"

¿No le asusta?

Seamos justos: entre algunos activistas existe la loable intención de analizar el universalismo desde una perspectiva crítica. De hecho, el universalismo republicano, herencia de la Revolución francesa, puede y debe ser criticado. No es perfecto. No siempre nos permite percibir correctamente ciertos fenómenos. Por ejemplo, no me sorprenden las críticas a la prohibición de las estadísticas étnicas para conocer el alcance de la discriminación en nuestro país. El problema es que a la cultura woke la mueve una rabia simplificadora que pretende reducir la sociedad a unas relaciones de opresión entre blancos demonizados y minorías erigidas en víctimas ontológicas. En Estados Unidos, esta rabia culminó de la forma más grotesca y kitsch en la ceremonia de la canoa de la Universidad de Evergreen: vimos en un vídeo a unos profesores «no racializados» que fueron obligados a montar en una canoa imaginaria y recitar textos en los que reconocían su privilegio blanco, prometían luchar en pro de la inclusividad, etcétera. Estamos más cerca de Kafka de lo que creemos.

¿Cuál es para usted el principal riesgo de la corrección política y la cultura woke?

Fundamentalmente, la cultura woke recela de la diversidad y al hacerlo vehicula una forma de «racismo antirracista», por emplear la fórmula que acuña Sartre en su célebre Orfeo negro. Para Sartre, el racismo antirracista era un momento inevitable y hasta necesario en el proceso de descolonización. El problema es que, al caer en ello, la sociedad se encuentra cada vez más dividida, compuesta de comunidades que viven unas a espaldas de las otras. Cualquier ambigüedad del pensamiento woke puede resumirse con la fórmula sartriana del «racismo antirracista». En cierto modo, podemos decir que los activistas descoloniales más fanáticos, como Houria Bouteldja en Francia, son aliados objetivos de la extrema derecha más dura. Comparten la misma lógica separatista. En Estados Unidos, esta clase de acercamiento contranatura llegó demasiado lejos en 1961 cuando los representantes del partido nazi estadounidense participaron en un mitin de Malcolm X.

"Estamos ya en un mundo en el que Lolita no podría publicarse"

¿Qué papel juegan las redes en este momento?

Las redes sociales son un espacio propicio para vendettas y cazas de brujas. El hecho de que puedas interpelar a cualquiera parapetándote tras un pseudónimo desinhibe a la gente, lo que explica la violencia desenfrenada que se formula en redes. Son también peligrosas en la medida en que contribuyen a moldear opiniones, polarizándolas cada vez más. Los famosos algoritmos de recomendación, que presentan a los usuarios contenidos acordes con sus opiniones, son devastadores. El acceso a un flujo de estimulación digital sostenido gracias a los teléfonos inteligentes y la adicción a las redes sociales son auténticas catástrofes. Son «golosinas cognitivas», por emplear la bonita fórmula del sociólogo Gérald Bronner, que están minando la inteligencia colectiva de nuestras sociedades.

¿Cómo afecta esto a la literatura y el arte?

La cultura woke afecta al arte por culpa de la cobardía y el conformismo desolador que imperan en el mundo artístico. Muchos artistas y actores del mundo artístico tienen miedo hasta de su sombra. Es prácticamente seguro que si Nabokov hubiera vivido en la actualidad no habría podido publicar Lolita. Lo cual es una lástima, porque estamos hablando de una obra maestra. Pero no me preocupa tanto la censura como la autocensura. La anticipación de los mandatos del pensamiento woke y la integración más o menos consciente de dichos mandatos por parte de los artistas me parecen terribles desde el punto de vista de la creatividad artística. En otras palabras: estamos ya en un mundo en el que Lolita no podría publicarse, y me da miedo que nos dirijamos hacia un mundo en el que Lolita no podría ni siquiera escribirse.

¿Cómo tildaría la política de cancelación, que es lo que sufre su personaje?

La cultura de la cancelación designa el hecho de llamar al boicot de un individuo o una obra que se desea que desaparezca del espacio público por resultar indeseable desde la perspectiva de las exigencias de «inclusividad» del pensamiento woke.

¿Los movimientos nacionalistas y la ultraderecha están beneficiándose, paradójicamente, de estas ideas nuevas?

Sí, es justo lo que decía antes. Los activistas woke más radicales, que rehabilitan la raza en nombre de la lucha por la inclusividad, son los aliados objetivos de la extrema derecha de Zemmour. Comparten la misma obsesión por la identidad y, hasta cierto punto, la misma lógica separatista. Esta alianza objetiva, que efectivamente existe más allá de las invectivas, llega en ocasiones al extremo de producir auténticas adhesiones en el fondo bastante lógicas. El ejemplo de Farida Belghoul es sintomático. Esta militante antirracista, cabeza visible de la segunda «marcha de los beurs», en 1984, se enfrentó a SOS Racismo. Simplificando mucho, acusaba a SOS Racismo de ser una asociación de pequeñoburgueses blancos y paternalistas sin legitimidad para defender la causa de los inmigrantes. Años más tarde llevó a cabo un giro religioso hacia el sufismo, se aproximó al movimiento de extrema derecha Égalité et Réconciliation, y ha acabado participando en manifestaciones junto a integristas católicos del movimiento Civitas... Un ejemplo de muchos. Claramente, los radicalismos se retroalimentan.

"Las tendencias inquisitoriales de los militantes woke también los llevan a aniquilarse entre ellos"

¿Hay algo de inquisitorial en este fenómeno? Su protagonista los llega a tachar de «fascistas».

Conviene no pasar por alto el contexto. Roscoff es un hombre en apuros. Lo acusan de apropiación cultural en redes sociales. Más concretamente, lo acusan de haber escrito un libro sobre Robert Willow, un poeta negro estadounidense muy querido por él, sin hacer suficiente hincapié en la importancia de su identidad negra. Roscoff lee a este poeta como «hombre entre los hombres». Antiguo militante de SOS Racismo, Roscoff es heredero de una tradición universalista. Imagina a un Willow «liberado» que rechaza cualquier asignación identitaria y hace suyas las palabras de Frantz Fanon en Piel negra, máscaras blancas (1952): «Mi piel negra no es depositaria de valores específicos». El problema es que en la década en la que vivimos esto ya no resulta tolerable, y mucho menos si lo escribe un autor blanco. Roscoff sufre una verdadera caza de brujas. Quienes lo atacan no le dan la oportunidad de defenderse. No quieren escuchar sus explicaciones, solo darle una lección, «anularlo». De ahí el insulto, «fascista», en un momento en que Roscoff se siente como un conejo deslumbrado por unos faros, acorralado. De hecho, sus detractores actúan como una jauría, soliviantados por el olor de la sangre...

¿Pero...?

Las tendencias inquisitoriales de los militantes woke también los llevan a aniquilarse entre ellos. Entre estos activistas existe un gusto por la excomunión que recuerda a los grupúsculos de extrema izquierda de los setenta. El ideal de pureza y el sectarismo provocan guerras intestinas. Pensemos en el feminismo radical, una de las variantes del wokismo: en Francia hay dos polos enfrentados a cuenta de la cuestión del lugar de las personas trans. Por un lado están las TERF (feministas radicales transexcluyentes), que se oponen a la teoría de género y creen que las personas transexuales no tienen cabida en la causa feminista; y por otro lado están las feministas que acusan a las TERF de transfobia. Esto es lo que se consigue cuando se examina al otro con recelo para comprobar si es o no un buen aliado, un enemigo, un traidor, etcétera.

En la cultura woke parece que predomina la «emoción», la «experiencia»... ¿Hacia dónde puede derivar esto?

Sí, la cultura woke considera el sufrimiento como valor supremo. Si te sientes ofendido, es que te sientes ofendido y punto. Esto es un escollo, bajo mi punto de vista. Nuestra época ha hecho de la víctima una figura intocable, casi sagrada. Y el individualismo ha acompañado y reforzado esta tendencia. En su ensayo Blanco, Bret Easton Ellis habla con mucha sorna de la «generación gallina». Por supuesto, puede ser lícito expresar el sufrimiento. Pero ¿es posible construir la propia identidad y toda una vida en torno al sufrimiento? Resulta un poco mortificante. Es una forma de impasse. A veces también intervienen lógicas oportunistas. Es el caso de uno de los personajes de mi novela, la activista afrodescendiente Aminata Diao, que no puede evitar sentir alivio cuando constata que «el combate no ha terminado»; de hecho, experimenta auténtico placer al reparar agravios, al señalar cabezas a la vindicta digital.

"Hoy ha surgido un personaje nuevo y tragicómico: el hombre de izquierdas devorado por los suyos"

¿Sin embargo?

Yo me cuidaría de retratar la cultura woke como una especie de fuerza maligna en vías de destruir las sociedades occidentales. Resultaría demasiado facilón y caricaturesco. La desintegración de la sociedad francesa, por hablar de la que mejor conozco, está ya bastante avanzada, y no solo por culpa de la cultura woke. Al igual que otras sociedades occidentales, le afectan varios fenómenos: el comunitarismo, el debilitamiento de los grandes partidos y sindicatos, la desaparición de referentes comunes, la radicalización religiosa, la reaparición de movimientos sectarios, un individualismo exacerbado por las redes sociales, los efectos destructivos de los algoritmos que crean una «balcanización» del mundo de la información, etcétera. La cultura woke es uno de esos factores de ruptura, uno de muchos. Su gran visibilidad a través de las redes sociales no debe llevarnos a exagerar su importancia, como tienden a hacer ciertos columnistas obsesionados con el asunto. Me siento tentado de preguntar cuántas divisiones subyacen bajo las cábalas digitales y las polémicas. Para mí que esta corriente de pensamiento es fundamentalmente obra de académicos y élites urbanas en boga. Solo es peligrosa en la medida en que nos rindamos ante ella por miedo a ser los siguientes. Es lo que hacen algunos personajes de mi novela: abandonan al narrador, Jean Roscoff, a la vez que le muestran todo su apoyo en privado. Por supuesto, ellos saben que no es racista, etcétera, pero se cuidan de defenderlo públicamente.

¿Qué nos dice de los tiempos presentes que un militante antirracista sea acusado de racista y de apropiación cultural?

En nuestro panorama actual ha surgido un personaje nuevo y tragicómico, el del hombre de izquierdas devorado por los suyos. Ejemplo de ello es Bret Weinstein, un académico estadounidense afín al sector más a la izquierda del partido demócrata que en 2017 se vio obligado a dimitir de la Universidad de Evergreen. El motivo: se había opuesto a la instauración en el campus de un día de veto a los blancos (con el presunto fin de sensibilizar a la comunidad estudiantil sobre la discriminación contra los negros). Esta situación del profesor de izquierdas atosigado por sus propios condiscípulos pone de manifiesto muchas cosas: una sociedad estadounidense polarizada hasta el absurdo, la mentalidad de rebaño exacerbada por las redes sociales, la cobardía de unos, el fanatismo de otros. En Francia hemos sido testigos de fenómenos parecidos. Por ejemplo, el caso de un profesor del Instituto de Estudios Políticos de Grenoble suspendido y acusado de fascismo por atreverse a poner en tela de juicio la pertinencia del concepto de islamofobia cuando este criminaliza la crítica a la religión.