Antonio Marco Botella, ex combatiente del bando republicano: «Éramos 5.000 en el campo de concentración. Fue terrible»
Miembro de la “Quinta del Biberón”, escapó en el «Stanbrook» días antes del final
28 de marzo de 1939. Aguas del Mediterráneo. Entre la multitud que llena la cubierta destaca la figura enjuta de un hombre superado por los acontecimientos. Se trata de Julio Mangada, teniente coronel del Ejército que en el verano de 1936 se convirtiera en símbolo de la resistencia de la República. Peculiar para su tiempo, es vegetariano, nudista y teósofo. Habla con un joven que le ha reconocido por otra de sus llamativas facetas, ya que es uno de los más afamados esperantistas de la época.
El chico, que acaba de cumplir 18 años, se llama Antonio Marco, lleva meses estudiando la lengua internacional y admira a Mangada. Ambos han embarcado en Alicante junto a miles de huidos en la derrota. El puerto está a punto de ser alcanzado por las tropas italianas aliadas de Franco y el capitán Archibald Dickson, del carguero inglés «Stanbrook», organiza la salida, que se produce entre andanadas de proyectiles del crucero «Canarias». Para eludirlo, Dickson pone rumbo a Orán, en la costa de Argelia. Los 2.638 pasajeros hacen que la embarcación navegue escorada, por debajo de la línea de flotación. «Angustiaba tanta gente y tanta tensión acumuladas», recuerda Marco de la salida.
Tras una travesía de 24 horas, llegan a su destino, aunque el atraque en Orán se va a prolongar mucho más de lo deseado.
Hace unas semanas revive esta secuencia en su casa de Zaragoza Antonio Marco Botella (Callosa de Segura, Alicante, 1921). Acaba de dejar atrás un ingreso hospitalario –«tengo mis momentos, como es lógico»–, consciente de que el final se acerca. Su testimonio es el de uno de los pocos supervivientes de aquella fuga a la desesperada.
Reclutado con 17 años, él ha conocido la guerra durante escasas semanas y en su último estertor. Es uno de los miembros de la “Quinta del Biberón” –las últimas levas en las filas republicanas– que más suerte va a tener, al menos frente al enemigo.
El caso de Mangada es distinto. Vive su momento de gloria cuando detiene el avance de los sublevados con una columna que lleva su nombre en Navalperal de Pinares (Ávila). Sus milicias –con el inestimable apoyo de una escuadrilla de Breguet XIX al mando de Ignacio Hidalgo de Cisneros, después jefe de la aviación republicana– derrotan al odiado Lisardo Doval, comandante de la Guardia Civil conocido como «carnicerito de Asturias» por su papel represor en el norte en 1934. El veterano militar republicano es paseado en triunfo por la Puerta del Sol de Madrid, que le concede la Medalla de Oro de la ciudad. Los hombres de la Columna Mangada son encuadrados en la 32 Brigada Mixta del Ejército Popular de la República, con la que se batirán en Brunete, Teruel o Belchite. Y, tras sus días abulenses, Julio Mangada es destinado a la retaguardia como gobernador militar de Albacete, donde supervisará la instrucción de las Brigadas Internacionales.
Frente a este catálogo bélico, Antonio Marco solo ha conocido unas posiciones en el frente levantino, quince días antes del final. Tras alcanzar Alicante en coche, embarca en el «Stanbrook». Por la ciudad estaban ya las tropas italianas y la evasión se produce al límite. «Llegaron muy pronto, sí, pero el barco, apenas empezaron a bombardear, escapó».
Una vez en Orán, les tuvieron «17 días sin comer», sin permiso para desembarcar. Marco reconoce entre el pasaje a Mangada, conocido como «General del Pueblo», aunque su último rango oficial fue el de coronel. «Pasé varias veces observándole siempre muy serio y triste. Por fin, viéndole completamente solo, me fui hacia él y le saludé en mi mejor esperanto, que yo hablaba ya con toda fluidez». El joven le conocía «de nombre. Estuvimos hablando hasta que su mujer se acercó y me dijo: por favor, déjelo, que es demasiado, no puede aguantar más. Y él dijo que nada de eso, todo el tiempo que quieras vienes aquí». Antonio viajaba solo, puesto que los suyos estaban «en casa».
Cerca de un mes después, «a Mangada lo llevaron a la cárcel, pero como si fuera una residencia. Estuvo allí hasta que los esperantistas le mandaron dinero para ir a México. Los demás nos quedamos en un campo de concentración». [Camp Morand en Boghari, cerca de Argel, el mayor de los campos de reclusión norteafricanos].
Marco pasó «más de medio año» de penalidades. «Todo el tiempo fue terrible. Éramos 5.000 españoles y allí di yo un curso de esperanto». [Se refiere ya Antonio al campo de Cherchell, donde fue levantado un recinto para intelectuales refugiados españoles].
Apasionado de la Historia, la poesía y la literatura, en el pequeño cuarto en el que hablamos Antonio Marco tiene su ordenador, sus papeles y muchos libros, entre ellos los dieciséis que ha escrito a lo largo de su vida. Su orgullo. Uno es precisamente «La odisea del Stanbrook», donde relata su exilio, con una primera etapa en Argelia muy dura, «sometidos a unas penurias alimenticias e inhumanas humillaciones impuestas por un país que se llamaba democrático», escribe en referencia a Francia, la metrópoli en esa zona norteafricana.
Marco volvió a España después de seis años como refugiado político. En Zaragoza rehízo su vida con Pilar, antigua alumna de sus clases de esperanto, con la que tuvo tres hijos y seis nietos a los que nunca agobió con el relato de sus pesares. «Aunque lo pasara muy mal en la posguerra, muchas humillaciones, eso no le hizo una persona amargada», nos dirá de él su hijo Antonio.
Su relevancia como divulgador del «idioma de la paz» ha sido tal que José Antonio del Barrio, presidente de la Federación Española de Esperanto, le describe como «el autor que ha intentado conservar los puentes entre los hablantes actuales de esperanto en España con el pasado de los pioneros de la lengua». A él «debemos agradecerle el rescate de una historia muy atractiva, y muy desconocida para el gran público».
Por su parte, Julio Mangada, el mentor al que Antonio Marco evoca con tanto respeto, murió en México el 14 de abril de 1946, día del aniversario de la República.