«Cerocerocero»: Saviano sabe dónde están los narcos de la cocaína
Los primeros capítulos de la serie no aportan nada al imaginario del narcotráfico en el cine
«Cerocerocero» es el nombre que se le da a la cocaína en su grado más puro. La que satura el cerebro de dopamina, ingenio, excitación y alerta para luego bajarte de golpe a los sótanos del ánimo. «El negocio de la cocaína solo es comparable al del petróleo», decía ayer Roberto Saviano en rueda de Prensa. El Salman Rushdie del narcoperiodismo de investigación presentaba en la Mostra los dos primeros episodios de la serie de ocho inspirada en su ensayo macroeconómico sobre las rutas naturales de la cocaína –de los cárteles mexicanos a la mafia calabresa– y de sus relaciones con la ley del mercado neoliberal, en un ritual, el de la ficción televisiva que se lanza en los festivales de cine, que se está convirtiendo en costumbre.
Dirigidos por Stefano Sollima, que ya se encargó de la adaptación televisiva de «Gomorra» y tiene un largo currículum dedicado a documentar el crimen organizado en Italia, los dos capítulos no aportan nada al imaginario del narcotráfico en el cine, con sus mafiosos eremitas o traidores, sus hombres de negocios y sus policías corruptos. Con un estilo que reinventa el adjetivo «enfático», con la omnipresente música de Mogwai y un reparto internacional (que incluye a Gabriel Byrne, Andrea Riseborough y Dane Dehaan), se nos cuenta la puesta en circulación de un importante cargamento de cocaína en un barco mercante que cruza el Atlántico para distribuirse desde Calabria. En el negocio que mueve ese viaje, al menos en Estados Unidos, están metidos empresarios que podrían pasar por banqueros de Wall Street, familias corporativas que han asumido que la cocaína es una mercancía más. Por lo demás, sorprende la torpeza de la serie a la hora de alternar microtramas que se pierden y se reencuentran en una repetición improductiva, y la ampulosidad de una puesta en escena que aniquila cualquier asomo de retrato de personajes.
El concepto de masculinidad
En «A Herdade», a concurso en sección oficial, el portugués Tiago Guedes disecciona el concepto de masculinidad a partir del personaje de un terrateniente, Joao Fernandes, y su familia en dos tiempos históricos que definen la historia de Portugal: en 1973, en plena dictadura salazarista, y en 1991, con la crisis económica y los bancos pisando los talones de los grandes latifundios. Si la primera parte de la película expone la manera en que esa masculinidad, individualista y fiel a los principios arcaicos de una relación patrono-obreros casi familiar, se resiste a doblegarse frente a la presión política de las fuerzas totalitarias, la segunda explica su incapacidad para lidiar con los traumas que ha generado en su círculo más íntimo.
No estamos lejos de las sagas familiares del cine clásico de Hollywood, del estilo «Gigante» o «Al este del Edén». En concreto, la segunda mitad de «A Herdade» es un «remake» a la portuguesa de «Con él llegó el escándalo». La diferencia está, obviamente, en el tono, lento y distanciado, que deseca el melodrama para convertirlo en tragedia, pero, en esencia, y eso es lo más interesante del filme, lo que hace Guedes es demostrar la modernidad del precioso folletín de Minnelli en lo que respecta al análisis de una masculinidad en crisis, que no sabe cómo responder a la disolución familiar que ha liderado por querer continuar una tradición heteropatriarcal.
Guédiguian, caricatura de sí mismo
Tal vez una de las peores películas a competición, «Gloria Mundi», de Robert Guédiguian, es capaz de hacer buena a una de Ken Loach. El catálogo de desgracias que amenaza a padres e hijos de una familia de clase obrera es tan inverosímil, los villanos están caracterizados de una forma tan grotesca, la generación de los mayores –los que vivieron el 68– están siempre tan dispuestos al sacrificio, sobre todo frente a la incapacidad emocional de los jóvenes, que el filme no tarda ni diez minutos en ser una caricatura de sí mismo.