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«Everest» deja a la Mostra bajo cero
La cinta inaugural del Festival de Venecia, una película coral con aspiraciones intimistas, decepciona en su pase a la Prensa, a pesar de contar con un reparto repleto de estrellas.
Desde que, hace cuatro años, Marco Müller dejara la dirección de la Mostra de Venecia, siendo sustituido por Alberto Barberà, el festival más antiguo del mundo –cumple 72 veranos– lidia con una redefinición de su filosofía de programación que intenta equilibrar el cine de línea dura con el cine comercial de prestigio que presidirá la temporada de premios otoño-invierno. Con Telluride y Toronto pisándole los talones, Barberà había conseguido inaugurar, en las dos últimas ediciones, con dos títulos que, con excelentes críticas y buenas perspectivas de taquilla, callaron la boca a todos los que aseguran que Venecia ha perdido relevancia en el panorama festivalero internacional. «Gravity» en 2013 y «Birdman» en 2014 eran contundentes declaraciones de intenciones. Y aunque la elección de «Everest» parece seguir el mismo criterio, el resultado es decepcionante. A la película de Baltasar Kormákur le ha faltado más de un balón de oxígeno para soportar la frialdad de la reacción de los periodistas acreditados en su primer pase. En rueda de Prensa Kormákur, islandés afincado en Estados Unidos, afirmó que quería hacer un filme intimista pero sin renunciar a la espectacularidad. Basada en hechos reales –la muerte de ocho personas en una expedición a la montaña más alta del mundo en mayo de 1996–, «Everest» quiere ser «una historia coral». Añade Kormákur: «Hay algunos libros escritos por supervivientes sobre su experiencia, pero no quería ceñirme a una sola perspectiva». He aquí el principal problema de la película: no hay perspectiva. Hay tantos personajes –a los miembros de la expedición hay que añadirles los de sus competidores, un par de esposas pegadas al teléfono a miles de hilómetros de distancia, médicos y asistentes– que se pierde el foco. Kormákur distribuye al grueso de su grupo salvaje por diversas zonas de la montaña, y cuando sobreviene la catástrofe, al espectador le cuesta distinguir quién es quién y dónde está. Ergo, la empatía es una entelequia. Forzado entonces a filmar a sus actores en plano medio y primer plano para que les reconozcamos, la montaña queda en segundo término, cuando es la auténtica protagonista. «Everest», que se proyectó en la Mostra en 3D y se estrenará también en formato IMAX, debería aspirar a convertirse en una experiencia inmersiva. Y no lo es en absoluto: ni siquiera las avalanchas caen sobre el espectador, como si Kormákur fuera el guía que protege al público de las emociones fuertes que pretende generar. El director de «101 Reykjavik» decía ayer que todos los efectos digitales se han realizado sobre imágenes existentes de la montaña, y este cronista, que no es precisamente un experto en escalada, tiene la impresión de que los planos aéreos que la describen han aparecido en cientos de documentales. Si, por poner un ejemplo visto en el festival, las 3D de «Gravity», otra película de supervivencia en circunstancias extremas, aportaban profundidad al vacío del espacio exterior, las de «Everest» aplanan las cimas y las simas de la montaña. La cámara, como los personajes, sufre de hipotermia, y desmayada, se queda al lado de los rezagados como si esperara su propia muerte. Cuando se estrene en España, el próximo 18 de septiembre, podrán comparar su puesta en escena con la de «Cuando todo está perdido», de J.C. Chandor, que ni siquiera era en 3D, y sacarán sus propias conclusiones.
EN NEPAL Y LOS ALPES
Kormákur insistió en su obsesión por el realismo. Lo que no quiere decir, como recordó Josh Brolin, que obligara a sus intérpretes a subir el Everest. «Cuando haces una película sobre un accidente de avión, no necesitas que te metan en uno y lo hagan estallar», apostilló. El que fue Nixon para Oliver Stone recuerda que el rodaje, que transcurrió en el Nepal y los Alpes italianos, los colocó en un estado de aislamiento y soledad que les hizo asumir la experiencia del miedo, del desasosiego y la incomodidad, que domina el ánimo de los personajes. Ahí, por delante y por detrás, siempre estaba la montaña, que, quieta y majestuosa, dibuja el destino de los que se atreven a escalarla. En un momento de «Everest», un periodista, que se ha sumado a la expedición para escribir un reportaje sobre la hazaña, hace la pregunta del millón. «Por qué exponerse a morir para escalar una (LA) montaña?» Ni la película ni sus protagonistas saben responder. Kormákur lo hizo por ellos ante la prensa: «Es una experiencia que te ayuda a descubrir la versión más real de ti mismo. Es un viaje entre existencialista y atávico».
«Everest» tiene otra película dentro que no quiere desarrollar: el de las expediciones que, a principios de los noventa, explotaron pequeñas empresas a costa de la adicción a los deportes de riesgo de escaladores que se podían permitir las cifras astronómicas del viaje o que querían dejar huella en el mundo –o clavar la banderita de rigor– para contrarrestar sus rutinarias existencias (el cartero interpretado por John Hawkes) ahorrando centavo a centavo. Kormákur apunta una leve crítica a través del personaje de Jake Gyllenhaal, competidor descreído frente al honorable, honesto y generoso guía que encarna Jason Clarke, pero la película se olvida muy pronto de que el Everest –y, por extensión, el Nepal– se han convertido, vía colonialismo capitalista, en un paraíso turístico para los amantes de la hipotermia a precio de oro.
En un festival cuya programación está marcada a fuego lento por el cine basado en hechos reales, «Everest» reconstruye la supuesta verdad de lo que ocurrió en mayo de 1996 evitando en todo momento el punto de vista de los «sherpas» nepalíes. La «realidad» que nos vende Kormákur es la del visitante, o mejor dicho, la del invasor. La del hombre blanco: como ocurría en las viejas películas de indios y vaqueros, o, sin ir más lejos, en «Lo imposible», donde el tsunami que mató a cientos de miles de tailandeses les condenaba al papel de comparsas. Kormákur se defiende: no hay testimonios escritos de esos «sherpas», su visión de la catástrofe fue engullida por el mal tiempo. La realidad, claro, también puede ser una excusa.
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