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Grititos estentóreos

La Razón
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Fue Florence Foster Jenkins (1868-1944) una figura impar, excéntrica, hilarante, arrostrada, decidida y, en ciertos aspectos, verdaderamente única. Durante años castigó los oídos de sus contemporáneos de manera inclemente con «exhibiciones vocales» en las que acometía algunas de las arias más difíciles del repertorio operístico y recreaba, con su dudosa gracia, canciones populares de distinto tipo; entre ellas «Clavelitos» de Valverde, una de sus más «geniales» interpretaciones. En ella confluían varios vectores, a saber en qué grado de proporción: conocimientos musicales adquiridos en su niñez y juventud gracias a un temprano aprendizaje del piano y a una impenitente afición a cantar sin poseer reales condiciones para ello; un indudable sentido del humor, combinado a partes iguales con una falta de voluntad autocrítica y un desparpajo monumental, que le hacía ver fácil lo difícil, y un temple a prueba de bomba para sortear situaciones comprometidas. Florence había nacido en el seno de una familia de banqueros de Nueva York y fue, al parecer, un pequeño prodigio. Cuando, aún jovencita, quiso viajar al extranjero para ampliar su formación musical, le fue negado el permiso por lo que se fugó a Filadelfia con un médico, su primer marido, que le dio el apellido. Al morir, en 1909, su padre, heredó una fortuna que le permitió mantener sin problemas sus excéntricas actividades. De nuevo en Nueva York, fundó y financió The Verdi Club y tomó lecciones de canto. Sin complejos, organizó sus propios recitales a partir de 1912. Se hicieron célebres sus «soirées» en el Ritz Carlton y el Euterpe Club. Eran muy solicitadas las veladas en las que montaba parodias y «tableaux» vivientes, llenos de color y lentejuelas. Pero tenía un público, entre ignaro y curioso, de nuevos ricos. Imaginamos que ella sabía que era una soprano desastrosa. No tenía ni sentido del ritmo ni oído, por lo que su acompañante habitual durante años, Cosme McNoon, debía de adaptar la mayoría de las piezas programadas. Era un suplicio para oídos educados y menos snobs escuchar cualquiera de sus interpretaciones. Y lo es para los oyentes de hoy a través de las pocas muestras recogidas en disco. La voz era chillona, trémula, corta de extensión, pequeña de volumen y se empleaba sin ningún tipo de legato, a saltitos breves, grititos estentóreos que promovían y promueven el espanto en cualquier oído sano. Seguir su destrozo, por ejemplo, del aria «Der Hölle Rache» de «La flauta mágica» de Mozart es toda una penosa experiencia. Hay pocas notas en su sitio y los famosos picados en los que la voz ha de ascender al fa sobreagudo son auténticos alaridos emitidos con una desafinación de dos o tres tonos. Aunque doña Florencia no estuvo sola en estos desmanes canoros. Otros risibles ruiseñores como ella fueron, por ejemplo, Alice Gerstl Duschak, Betty-Jo Schramm, Tryphosa Bates-Batcheller u Olive Middleton.