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La Europa del malestar que dibuja la Berlinale

Sally Potter retrata en «The Party» con ironía, aunque sin resultar del todo hiriente, un continente en el que la hipocresía se ha convertido en el idioma oficial
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Sally Potter retrata en «The Party» con ironía, aunque sin resultar del todo hiriente, un continente en el que la hipocresía se ha convertido en el idioma oficial
Los que tenemos el privilegio de cubrir festivales de cine internacionales, sabemos que la Berlinale lleva varias ediciones dibujando un nuevo mapa de Europa: la del malestar. Buena parte de los títulos a concurso articulan sus relatos para destapar la alfombra de los buenos modales parlamentarios, de las buenas intenciones comunitarias y los discursos oficiales, y sacar el feo polvo que nos ensucia. La británica «The Party», de Sally Potter, no hace sino echar más leña al fuego europeo. Lo que parece una comedia de costumbres, casi un vodevil de Noel Coward en clave contemporánea, se transforma, o eso pretende, en un diagnóstico de nuestro mundo en crisis.
Janet (Kristin Scott-Thomas) acaba de ser nombrada ministra, y celebra una fiesta en su casa londinense. Van llegando los invitados: la pareja de lesbianas que tendrían trillizos; la amiga del alma (Patricia Clarkson), hipercrítica y cínica, acompañada de su marido (Bruno Ganz), adicto a la meditación, del que está a punto de separarse; el tiburón de las finanzas (Cillian Murphy), de cocaína hasta las cejas y con una pistola en el bolsillo. Y luego está Bill (Timothy Spall), el marido de Janet, dispuesto a lanzar dos noticias bomba que acabarán convirtiendo la velada en escenario tragicómico.
- La muerte de los ideales
Lo que se dirime en esta fiesta que no llega a serlo es el estado de la democracia neoliberal, la consistencia del posicionamiento teórico del feminismo en tiempos postfeministas, la muerte de los idealismos y la falta de compromiso de los intelectuales con la realidad. Puede resultar pretencioso, aunque Sally Potter se esfuerza en que la ligereza de la comedia negra sirva como contrapunto a su denuncia de la hipocresía como idioma oficial de esta Europa en decadencia. El blanco y negro sirve para hacer cinematográfico lo que es teatro filmado, y aunque los actores están bien y el resultado se ve con agrado, no puede decirse que la ironía de la película sea lo punzante que debería. La sencillez de la propuesta es, en este caso, su límite más sangrante, sobre todo cuando ese «tableaux vivant» de secretos y mentiras acaba con un guiño-sorpresa que la reduce a la condición de broma.
Nada bromista es la alemana «Bright Nights». El filme parte de un argumento más que universal –la reconciliación entre un padre y un hijo que apenas se conocen– para dejarlo en los huesos. Michael ha perdido a su padre, al que hacía cinco años que no veía. Lo entierra en Noruega, donde vivía, y le pide a su hijo que le acompañe. Lo que sigue es una «road movie» que se queda sin gasolina al empezar a rodar. Más que contenida, es de efectos astringentes, no hay forma de que abra los poros de la emoción. Nos queda claro que ese es el problema de los personajes, pero en su trayecto por los paisajes noruegos el espectador espera algún tipo de epifanía, algo que nos ayude a conectar con gente tan desconectada de sí misma. El despojamiento sentimental es una cosa y la parálisis, otra. Cuando Thomas Arslan decide romper el relato con un largo plano del coche avanzando por la carretera filmado desde dentro del vehículo, es fácil entender el gesto como una concesión «arty» al público festivalero antes que una necesidad formal de una película sin nada que aportar al complejo universo de las relaciones paternofiliales.
Entre tanto malestar de la civilización occidental, es de agradecer la presencia a concurso de la japonesa «Mr. Long», de Sabu. Filmada en suntuoso Cinemascope, lo mejor que puede decirse de ella es que resulta impredecible sin querer serlo, de una forma orgánica. La odisea de un sicario taiwanés que, después de un encargo fallido, acaba cocinando deliciosos «noodles», formando una familia (disfuncional) y haciendo amigos entre los vecinos de un barrio de Tokio sin hablar ni una palabra de japonés, es un «patchwork» de varias películas a la vez. El cine de yakuzas, el melodrama romántico, la tragedia familiar, la comedia costumbrista y la fábula gastronómica se combinan, a menudo sin orden ni concierto, en un filme estimulante, irregular y desequilibrado que apuesta por el sentimentalismo sin coartadas. Un corte de montaje nos transporta del cine de Kitano a «Una pastelería en Tokio»; un largo «flashback» irrumpe sin avisar cortando la linealidad del relato; una representación teatral se abre paso entre cacharros y risas cómplices; y un antihéroe taciturno llega a un lugar que le resulta extraño como un ángel de la guarda con las alas heridas, dispuesto a curarse mientras cura a los que le rodean. Como en todo «polar» que se precie de serlo, el pasado siempre llama dos veces, pero la película queda como una celebración, dispersa pero apasionante, del descubrimiento de la emoción por parte de un mensajero de la muerte.

«La ley del deseo» en el norte de Italia

No sabemos por qué el director italiano Luca Guadagnino–conocido por cintas como «Yo soy el amor» o «Melisa P.»– prefirió presentar «Call Me by Your Name» en Sundance y no en la Berlinale, que ha tenido que conformarse programándola en la sección Panorama. Es probable que la mano del James Ivory de «Maurice» en el guión haya hecho emerger el lado más indolente y sensible de esta historia de amor entre un adolescente y un estudiante de arqueología. Ayuda la calidez erótica del entorno estival, en una villa de la costa del norte de Italia, y la delicadeza con que Guadagnino, antes de servirnos su esperado «remake» de «Suspiria», se acerca al despertar a la vida (sexual, emocional) de dos hombres al límite de su propio deseo.