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La turbia cirujía de los Panero

La Razón

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He aquí diferentes generaciones poéticas unidas por la sangre y representativas del franquismo, de la Transición y de la época democrática: la familia Panero. Un clan de escritores que recorría el siglo XX y en el que se fijó el cineasta Jaime Chávarri, en los años setenta, con la pretensión de realizar un documental sobre ellos. El trabajo lo produciría Elías Querejeta, que entendería que los cuarenta minutos que tenía de grabaciones eran poco para el potencial de lo que podía contarse: una historia de una familia en decadencia que en realidad simbolizaba el fin y el principio de toda una época, política, artística, social.
El cortometraje se convirtió en una película de más de hora y media que, con el título de «El desencanto» (1976), presentaba a la viuda de Leopoldo Panero, Felicidad Blanc, y a sus hijos, Leopoldo, Michi y Juan Luis, hablando del gran ausente, el patriarca y poeta de la generación de los años treinta, colega de Luis Rosales, Felipe Vivanco y Dionisio Ridruejo; una gloria literaria de una España que estaba cambiando a marchas forzadas y que en su hogar había dejado posiciones encontradas, enfrentamientos velados, hipocresías y desdenes. La arriesgada película, que Querejeta pensó que nadie estaría interesado en ver, como reconoció en una mesa redonda en el Festival de Cine Ciudad de Astorga de 2009, se convertiría en un trabajo de culto –fue además la última en pasar por la censura– y en una de las obras de Chávarri más reconocidas.
«El desencanto» fue una verdadera caja de Pandora. Los miembros de la familia, al abrir sus recuerdos de cara al público, se desnudaban sentimentalmente: reproches, traiciones, afectos y egocentrismos giraban en torno al gran ausente, fallecido catorce años antes. Los intríngulis de una familia de genios literarios, tocados por el desequilibrio psíquico en un caso, por el impacto de la muerte del padre en todos, incluida la viuda, no eran un material fácil de manejar para Querejeta y Chávarri. El rodaje duró un año, con interrupciones, y al comienzo a la crítica no le convenció el resultado. Pero hoy es unánime la opinión de que se trató de una lección memorable de audacia cinematográfica, de cómo se podía extraer la más cruda intimidad de unos individuos que se calificaban a sí mismos de paranoicos, esquizofrénicos, locos; familiares que habían bregado con lo que significaba estar en un manicomio y la cárcel: autodestrucción solamente salvada gracias a la palabra escrita. Todo con imágenes en blanco y negro que, asimismo, tuvieron su correspondiente libro, también titulado «El desencanto», publicado, por supuesto, por Ediciones Elías Querejeta.