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Festival de Venecia

Lady Gaga, una actriz con poca carne

La artista estadounidense Lady Gaga y el actor estadounidense Bradley Cooper llegan al estreno de la cinta 'Ha nacido una estrella' / Efe
La artista estadounidense Lady Gaga y el actor estadounidense Bradley Cooper llegan al estreno de la cinta 'Ha nacido una estrella' / Efelarazon

La cantante debuta como intérprete en el primer filme dirigido por Bradley Cooper, un fallido remake de «Ha nacido una estrella» mientras que los hermanos Coen presentan en Venecia un western donde vuelven a demostrar su conocimiento de los códigos del género.

Adiós a Lady Gaga, bienvenida Stefani Joanne Angelina Germanotta. O lo que es lo mismo, adiós al transformismo extravagante, al maquillaje circense y al montaje camaleónico y hola a la cara lavada, a la ropa de calle y a la pose de «soy-una-chica-cualquiera». Fue una de las condiciones que Bradley Cooper le puso a la cantante neoyorquina para que interpretara a Ally en la cuarta versión de «Ha nacido una estrella», que se presentó fuera de concurso en la Mostra: tenía que mostrarse vulnerable, sin aditivos ni colorantes. «Él confió en mí como actriz y yo en él como músico», admitió en rueda de Prensa. «Nos unía el vínculo de los debutantes. Para Bradley es su primera película como director, y nunca había actuado en directo, ante el público de un concierto». El interés de este «remake» se limita a comprobar si Lady Gaga sale victoriosa del empeño; es decir, si puede jugar a la contra de su personaje público. Y tampoco es para tirar cohetes, sobre todo, porque Cooper parece demasiado preocupado por chupar cámara y no le deja espacio para que se reinvente como mujer abnegada, que se convierte en reina del pop al mismo ritmo que su marido, medio sordo, alcohólico y cantante en declive, se hunde en la miserias.

El original de William A. Wellman y, sobre todo, la extraordinaria versión de George Cukor, con James Mason y Judy Garland, planteaban una interesantísima reflexión sobre las exigencias del «star system» en el cine clásico, tanto en su época de máximo apogeo como en uno de sus múltiples periodos de mutación. Ambos filmes eran denuncias contra la industria de Hollywood hechas desde dentro del sistema, ensayos sobre la celebridad y sus efectos adversos en forma de melodrama devastador. Cukor encontró en James Mason una forma de hablar de Judy Garland, cuyos problemas con las drogas y su inestabilidad emocional eran la comidilla de Hollywood.

Episódicos Coen

Sin embargo, Bradley Cooper ha desecado el argumento de «pathos» sociológico. No es una película sobre el estrellato en tiempos digitales, parece desplegarse en una sospechosa atemporalidad, es completamente aséptica a la hora de retratar las renuncias artísticas que la protagonista asume con bovino conformismo. El arco dramático de Ally (Gaga) es inexistente, y, como consecuencia, Jackson Maine (Cooper) se adueña de la película, convirtiéndola en la crónica de su llorona, fallida expiación, toda una llamada de atención de Cooper a los votantes de la Academia. Por lo demás, es un «remake» que no mueve ni un dedo por aportar algo nuevo a sus precedentes: es tan tedioso, tan inútil como el que protagonizaron Barbra Streisand y Kris Kristofferson en 1976.

En «The Ballad of Buster Scruggs», la película con que los hermanos Coen competían por el León de Oro, también hay canciones, aunque al estilo de las que cantaban Roy Rogers o Gene Autry en sus westerns musicales. En el primer hilarante episodio de los seis que la componen, Scrubbs (Tim Blake Nelson) es un juglar vestido de blanco que se siente tan cómodo marcándose un temazo como aniquilando en cadena a cinco pistoleros. Esta colección de relatos, que los Coen querían concebir como serie antológica para Netflix y que ha acabado siendo una película de sketches, puede entenderse como el contraplano de «Valor de ley». Si aquella era la prueba fehaciente de que los Coen podían hacer un espléndido western a la manera clásica, «The Ballad of Buster Scruggs» pretende demostrar que siguen siendo maestros orfebres del revisionismo posmoderno adaptando los variados registros del género –el citado western musical, el «spaghetti western», el western crepuscular, el western bucólico, la típica escena de diligencia– a su nihilista, cínica visión del mundo.

Alguno funciona como feliz broma pesada, a otros les falta la fuerza de un «punch line» que remate su atractiva premisa o que densifique la austeridad de su planteamiento, como si los Coen no hayan sabido resolver una conclusión que funciona mejor en el guion que en la puesta en escena. No cabe duda de que saben jugar a malabares con los códigos del género, que conocen sus resortes formales, que lo abordan con tanto amor como ironía.

Pero resulta curioso que el mejor de los episodios, en verdad extraordinario, sea el más «tradicional», el más narrativo. Con un par de elementos externos a la iconografía del western–-una tos persistente y catastrófica, un perro que no para de ladrar– que infectan uno de sus argumentos universales –la conquista del territorio virgen en forma de caravana de pioneros–, los Coen nos cuentan una conmovedora historia de amor, esta vez sí, con un final tan imprevisible como poético. Incluso en una obra menor, a ratos caprichosa, son capaces de demostrar que no hay género que se les resista.