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«Lasa y Zabala»: una ocasión perdida

Pablo Malo trae al Festival un filme necesario pero equivocado en su mirada al terrorismo
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El 15 de octubre de 1983, dos miembros de ETA huidos a Francia, José Antonio Lasa y José Ignacio Zabala, fueron secuestrados en Bayona por miembros de las fuerzas de seguridad del Estado español, retenidos en el País Vasco, torturados y, finalmente, ejecutados y enterrados en cal viva. Nadie supo de ellos, se habían esfumado sin dejar rastro. Durante años su paradero fue un misterio hasta que en 1995 un inspector jefe de Alicante, Jesús García García –quien posteriormente fallecería en pleno juicio de un infarto–, desenterró el caso de dos cuerpos sin identificar aparecidos diez años antes en Busot (Alicante). Tras un proceso de identificación algo complejo, finalmente se pudo saber con certeza que se trataba de ellos. El siguiente paso fue llevar ante la Justicia a los responsables del crimen, una guerra sucia organizada en las cloacas de un Estado y un Gobierno concreto que, a través del Ministerio del Interior, por aquellos años olvidó lo que significa la palabra democracia. Los autores materiales fueron Guardias Civiles del cuartel de Intxaurrondo, organizados y comandados por el general Enrique Rodríguez Galindo y con el visto bueno del gobernador civil de Guipúzcoa, Julen Elgorriaga. Todo este proceso, desde el secuestro de los dos etarras hasta el veredicto del juez que condenó a todos los implicados hasta Galindo y Elgorriaga (por encima suyo, ya entonces, habían caído Vera y Barrionuevo por el escándalo de los GAL), es lo que retrata el filme «Lasa y Zabala», del director Pablo Malo, que se presenta el jueves a concurso dentro de la Sección Oficial del Festival de Cine de San Sebastián.
La tortura, al detalle
Una película tan necesaria como equivocada en su mirada. Hacía falta sin duda que el cine español afrontara la vergüenza que supuso la guerra sucia del Estado contra la banda terrorista, de la misma manera que, por otro lado, diversos directores se van animando cada vez más a tocar el tema tabú de la propia ETA. Un episodio aberrante desde el momento en que es el garante de la seguridad de sus ciudadanos el que se convierte en su verdugo. En la línea de «El crimen de Cuenca», de Pilar Miró, Malo no ahorra detalle de las torturas que sufrieron Lasa y Zabala en el Palacio de la Cumbre de San Sebastián a manos de varios agentes de la Benemérita cuyo nombre está ya en los archivos periodísticos: Enrique Dorado (el que les disparó), Felipe Bayo...
El retrato de lo que pasaron ambos jóvenes –eran apenas unos chavales cuando se los llevaron, su miedo, su angustia, el calvario que sufrieron– está bien reflejado. Sin embargo, en el filme de Pablo Malo se echa en falta una buena dosis de contextualización. Es complaciente y mutilado: falta un relato de quiénes fueron y qué hicieron. Pero la película los presenta ya en Francia, haciendo su vida «normal», bebiendo y cenando con su círculo de amistades, riendo y trabajando como honrados ciudadanos. Peor aún que su historial –hubiera sido fácil, pues aunque habían participado en un atraco y un tiroteo y estaban huidos, no tenían aún sangre en las manos– es la carencia del filme de una aproximación mínima a qué ocurría en España en aquellos «años del plomo», más allá de un par de portadas de periódicos. Nada de esto servirá nunca para justificar los crímenes de Intxaurrondo, pero sí para comprender la situación sociopolítica que llevó a ellos.
Galindo, al que da vida un rotundo Francesc Orella, aporta casi el otro único dato que sitúa los hechos cuando, en una frase, le dice a Elgorriaga: «Nos están cazando como a conejos». Probablemente esta película estaba esperando a que alguien la hiciera. Y seguro que era necesaria. Pero Malo ha perdido una ocasión para hacerlo sin que el resultado quede inclinado hacia un único lado. El filme de Pablo Malo parece situarse así entre la denuncia colocada en un lado y el thriller judicial, un terreno en el que se desenvuelve con soltura y ritmo. Puede lograr que el espectador no simpatizante salga cabreado, pero probablemente no aburrido. A ello contribuye el buen trabajo realizado por Unax Ugalde, que da vida al abogado Íñigo Iruin, un histórico de Batasuna que representó a las familias de los jóvenes desaparecidos desde el comienzo –y al que alguien, acaso alguno de los implicados, envió un sobre bomba que le costó la vida a su ayudante– y el de actores como Orella.