Darío Argento sigue dando más miedo
Luca Guadagnino presentó en el Festival de Venecia su «remake» del mítico filme de Dario Argento, aunque su versión ahonda más en el contexto del Berlín de los setenta y se guarda el terror para una única escena; mientras tanto, Mike Leigh aborda en «Peterloo» la masacre de 1819.
Luca Guadagnino presentó en el Festival de Venecia su «remake» del mítico filme de Dario Argento, aunque su versión ahonda más en el contexto del Berlín de los setenta y se guarda el terror para una única escena; mientras tanto, Mike Leigh aborda en «Peterloo» la masacre de 1819.
Con «Suspiria», la obra maestra de Dario Argento, pasa como con «Psicosis»: o la copias plano a plano para darte cuenta de lo inútil del esfuerzo, o para qué. Hay, por suerte, cineastas atrevidos que no le hacen asco a reescribir los clásicos de puño y letra, dejando impresa su particular caligrafía. Es lo que ha hecho Luca Guadagnino: tal vez porque el cine de terror le parece un género menor –aunque confesó haber visto el original a los catorce años, convirtiéndose a partir de entonces en un fan de Argento–, en sus manos «Suspiria», uno de los títulos más esperados de la sección oficial, se transforma en una película sobre la culpa y la vergüenza de la Alemania nazi, sobre el feminismo europeo que reivindicaba la diferencia frente a la igualdad, y sobre la danza «como lenguaje de la trascendencia de la magia». En fin, «sobre lo terrible», y ahí Guadagnino podría estar de acuerdo con Argento. Le faltó decir que también trata del sexo de los ángeles. Lo dejó para otro rato.
Si la película de Argento iba al grano como pocas –la secuencia inicial, la del viaje de Susie Bannon (Jessica Harper, ahora recuperada para un cameo) a la escuela de danza, bañada en colores saturados, es inolvidable–, Guadagnino prefiere tomárselo con calma. Las dos horas y media de su «Suspiria» son toda una declaración de principios: si Argento optaba por un tono onírico y alucinado, sin atender a las exigencias clásicas del relato, Guadagnino prefiere atar cabos y personajes, organizar una narrativa. Si en la «Suspiria» de Argento el espectador nunca sabía dónde agarrarse, metido en un huracán de abstracciones sádicas, en la de Guadagnino está situado desde el principio: todas estas profesoras de danza, lideradas con mano de hierro por Madame Blanc (mesmérica Tilda Swinton, entre Pina Bausch y el Anton Walbrook de «Las zapatillas rojas»), son miembros de una feroz comunidad de brujas, y Susie (Dakota Johnson) está llamada a ser su nueva hija pródiga. Al director de «Call Me By Your Name» le interesa mucho más el contexto en que se desarrolla este proceso de transmisión del mal, contexto que no es otro que el Berlín de 1977, donde el terrorismo de la Baader-Meinhof, el muro que separa las dos Alemanias y las continuas alusiones a la Segunda Guerra Mundial son invocados con insistencia para darle una carga política a lo que Argento concebía como una mitología autónoma, al margen de los vaivenes de la Historia, y muy cerca de las lecturas lacanianas del imaginario de los cuentos de hadas. El de Guadagnino es, obviamente, otro punto de vista, igualmente legítimo, sobre el mismo material aunque sus pretensiones restan fuerza e intensidad a la atmósfera feérica de este aquelarre camuflado, y relegan a la protagonista a un rincón del argumento, tan saturado de metáforas políticas y de teoría de género.
Preciosa es la única escena auténticamente terrorífica de esta nueva «Suspiria», en una galería de espejos que refleja una danza macabra. Guadagnino se olvida de los delirios cromáticos de Argento hasta el discotequero clímax final, granguiñolesco a su pesar. Hasta entonces su versión es más bien lluviosa, de un gris art-decó, como de película de Fassbinder. El cineasta alemán, admite Guadagnino, es una referencia ineludible, sobre todo en lo que se refiere a su manera de aproximarse a la mujer, «que nunca presenta como una víctima, nunca la reconcilia, era un maestro de la crueldad». ¿Por qué, pues, da la impresión de que «Suspiria» se queda a las puertas de explorar los misterios del deseo femenino, o de indagar en los vínculos entre arte y perversión? ¿Con qué propósito la ha dirigido Guadagnino, más allá de enmendarle la plana al maestro Argento?
«Peterloo», de Mike Leigh, también dura dos horas y media, aunque su dimensión de reivindicativo fresco histórico parece justificarlas con más naturalidad. El director de «Secretos y mentiras» aborda la masacre de Peterloo en 1819, en la que las fuerzas del orden machacaron violentamente las reivindicaciones democráticas del pueblo de Manchester, de un modo insólito. Algo hay en este monumental experimento de las películas antisistema de Peter Watkins o de la televisión didáctica de Rossellini: la estrategia de distanciamiento casi estructuralista que utiliza Leigh para su ejercicio de memoria histórica es la repetición sistemática de secuencias asamblearias, discursos proletarios e intrigas de las élites gubernamentales, que se despliegan a tiempo real ante la mirada atónita del espectador en auténticos «tableaux vivants». Sabemos, pues, cómo viven, cómo hablan, qué piensan y qué derechos exigen como propios la clase obrera de la época.
El filme es una suerte de documental pictórico que aspira a hacernos más sabios y más conscientes de lo poco que hemos recorrido en nuestro viaje a esa democracia que sigue permitiendo injusticias y barbaries parecidas a las de hace siglos. El problema de la película es que la presunta objetividad de la propuesta de Leigh, tan áspera como notable, choca frontalmente con un maniqueismo que no despreciaría el mismísimo Ken Loach. Príncipes, aristócratas y mandatarios son malvados y sibilinos; la clase trabajadora es cálida y solidaria. Leigh nos pide identificación emocional cuando su apuesta estética y narrativa la rechaza, y esa tensión, lejos de ser productiva, cortocircuita sus logros.
Lo nuevo de David Oelhoffen, un «polar» del montón
Hace cuatro años, el francés David Oelhoffen sorprendió en la competición de la Mostra con «Lejos de los hombres», un western atípico situado en las montañas del Atlas, en los albores de la guerra de Argelia, que contaba con una sensible interpretación de Viggo Mortensen. Es precisamente el trabajo de los actores, Matthias Schoenaerts y Reda Kateb, lo más destacable de su nuevo filme, «Frères enemis», por otro lado un «polar» del montón que, trabajando en la misma liga argumental que una película como «La noche es nuestra», no sabe calar tan hondo. Es la vieja historia de dos amigos que crecieron en los barrios de la periferia parisina y que acabaron enfrentados a uno y otro lado de la ley. Un confidente asesinado, un alijo de cocaína, una traición y una venganza son el combustible narrativo de una película que se estanca a medio metraje y es incapaz de saltarse el libro de estilo del género. Ni un tópico le falta por tocar, aunque la verdad de sus actores acaba estando por encima de las recetas básicas del policíaco. Schoenaerts tendría que procurar no encasillarse, porque lo que hace aquí (y muy bien) ya lo hizo en «El fiel».