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El día que Churchill envió condones a Stalin

El líder soviético reclamó al Primer ministro británico medios profilácticos para sus soldado, que avanzaban sin ninguna medida ni control sobre el terreno que reconquistaban a los nazis
El político británico Winston Churchill
El político británico Winston ChurchillLa RazónLa Razón

Madrid Creada:

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La negociación no avanzaba. Era agosto de 1942. En Moscú no hacía frío, pero en el Kremlin, sí. La delegación de Stalin había recibido a la de Churchill. Había que pactar muchas cosas teniendo en cuenta que sufrían un enemigo común: Hitler. Las discusiones se prolongaron, y el georgiano propuso reunirse a solas con el inglés en una sala. El Padrecito era famoso por desatascar estas cosas con una buena barra libre de vodka. Así que los líderes, tras consultar a sus respectivos equipos, acordaron el encuentro y se sentaron a una mesa. Trajeron una bandeja con alimentos variados rodeando a un cochinillo asado. El lechón no lo sabía, pero había tenido el honor de morir para satisfacer el hambre del Padre de los Soviets y de su acompañante.
En la mesa había muchas botellas, como en cualquier reunión importante del Politburó. El georgiano puso a su derecha el vodka, y Churchill prefirió esta vez un vino tinto. «Aquello que dijiste de Lenin no estuvo bien, Winston, me dolió», dijo el dictador comunista. «¿El qué? ¿Que era un sanguinario despreciable?». «No». «¿Que era más feo que un demonio?». «Tampoco». «Espera. ¿Lo de que fue agente alemán?», inquirió el inglés entornando los ojos. «No exactamente», contestó Stalin. «Ah, ya. Dije que Lenin era un cultivo de tifus pasado de contrabando a Rusia por el Kaiser», y soltó una risotada sin que el puro se cayera de la boca. «Eso mismo, Winston», asintió el soviético sin mirar al inglés. «¿Y por qué te molestó? ¿Es falso? No hay quien os entienda. Sois un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma», sentenció. «Y a mí me comparaste con Satanás», dijo Stalin sirviéndose otra copa. «A ver, lo que dije, querido Joseph, es que si Hitler invadiera el infierno yo echaría una manó al diablo –ironizó el conservador– y por eso estoy aquí, en Moscú. Tú no quisiste ir a El Cairo». «Sabes perfectamente, amigo Winston, que estaba planeada la explosión del avión que me iba a llevar a Egipto, y que por eso decidí que fuera aquí, para estar seguro».
La situación quedó en empate, sobre todo cuando Churchill contó la Operación Antorcha para invadir el norte de África y preparar el salto a Italia. Stalin necesitaba un segundo frente y aquello no lo era exactamente. «Esto evita que llegues a un acuerdo de paz por tu cuenta con Hitler, ¿verdad Joseph? –preguntó el británico enarcando la ceja izquierda–. No queremos que hagas como en 1939, que te repartiste Polonia con Adolf». El dictador soviético amargó el gesto, bebió un buen trago y puso las manos sobre la mesa. Churchill temió lo peor y apuró el vino. Mala idea, empezaba a dolerle la cabeza. «Lo que ocurre –dijo Stalines que los británicos tienen miedo a luchar. Tienen miedo a los alemanes. A ver si empiezan a comportarse como hombres».
El alcohol no suavizó la conversación, sino que sacó al bravucón que ambos tenían dentro. Churchill se crispó y soltó un discurso sobre el esfuerzo bélico de su país. Stalin hacía como que escuchaba mientras se chupaba los dedos para apurar la grasa del cochinillo. El comunista dio otro trago y esperó a que el orador británico terminara su arenga. «No te enfades, Winston», acabó diciendo. «Mira, Joseph. Son las tres de la mañana –contestó Churchill levantándose con decisión–. Me voy. Me está esperando Cadogan, del servicio de Su Majestad». «Te acompaño. El Kremlin es un edificio muy intrincado y no quiero que te pierdas». El británico comenzó a andar a gran velocidad hacia la salida, y Stalin, algo aturdido, le siguió al trote. Pudo alcanzar a Churchill en la puerta y se estrecharon la mano.
Tiempo después, ya con dos frentes de guerra abiertos y los aliados en carrera hacia Berlín, Stalin escribió al líder británico. Su ejército tenía una necesidad. No pedía blindados ni munición. Tampoco alimentos. Quería profilácticos, condones, gomas, lo que fuera, porque sus soldados soviéticos iban violando y alternando con prostitutas con tal fruición que cogían todo tipo de enfermedades venéreas. «Mira –dijo Churchill a Hastings Ismay, su principal asistente militar–, Stalin me pide condones después de que dijera que los británicos somos poco hombres». «Fuck them!», dijo el general. «Es precisamente por eso, Pug», y ambos rieron entre dientes por la ocurrencia. «Tengo una idea -anunció el Primer Ministro-. Vamos a enviárselos, claro, pero que los fabriquen enormes, como si fueran para un caballo, y que en la caja ponga: Made in Britain. Tamaño mediano». Los dos sonrieron y así se hizo. (Todo lo aquí contado sucedió. Los diálogos están basados en sus declaraciones).